102- EL AMIGO MUERTO

Lázaro ha muerto. Jesús va a Betania y se encuentra con Marta y María desesperadas. Pero la fe es más fuerte que la muerte.

Mientras Jerusalén abría sus doce puertas para recibir a los peregrinos que llegaban a celebrar la Pascua, nosotros estuvimos viviendo escondidos en Perea, al otro lado del Jordán. Las cosas en la capital se nos habían puesto muy difíciles y pensamos que durante algunos días resultaba peligroso enseñar las orejas por allá.

Mensajero – ¡Psst! Amigo, me dijeron que aquí encontraría a Jesús, el profeta.
Pedro – Te dijeron bien. ¿Qué es lo que quieres?
Mensajero – Verlo. Tengo que darle un recado.
Pedro – ¿De dónde vienes?
Mensajero – De Betania.
Pedro – ¿Santo y seña?
Mensajero – ¡Qué santo ni qué seña! ¿Qué misterio se traen ustedes? Tengo que ver a Jesús y lo veré. Es urgente.

Jesús estaba enfermo. Las aguas salobres de Perea le habían dado fiebres. Cuando aquel mensajero de Betania entró en la casa en donde nos habían dado albergue, lo halló echado sobre una estera, pálido y ojeroso.

Mensajero – Por fin doy contigo, nazareno. Te escondes mejor que los topos en sus cuevas. Aunque, la verdad, no pensaba encontrarte así.
Jesús – Yo tampoco pensaba encontrarme así y ya ves… Hace unos días que estoy enfermo.
Mensajero – Pues de otro enfermo vengo a hablarte. Marta y María, las de Betania, me mandan a decirte que Lázaro está muy mal.
Jesús – ¿Así que también está en la cama ese granuja? ¿Y qué es lo que tiene?
Mensajero – Una enfermedad mala. Desde hace tres días ni una sola maldición le sale de la boca. Ni ríe ni come. Se va a morir.
Pedro – Bah, hierba mala nunca muere. Lo que pasa es que esa María es muy alarmista. Seguro que fue ella la que te metió prisa para que vinieras.
Mensajero – No, qué va… También Marta. Lo de Lázaro es serio. Las dos están muy preocupadas. Y no saben qué hacer.

Y cuando el mensajero de Betania se fue…

Pedro – Pero, Jesús, moreno, ¿no te das cuenta de que es peligroso?
Santiago – La otra semana quisieron agarrarte, caramba. Si volvemos ahora nos jugamos el pescuezo.
Pedro – Espera a que esté más cerca la Pascua. Con Jerusalén abarrotada de gente es otra cosa. Cuando el río esté bien revuelto, entonces sí podremos echar los anzuelos.

A los dos días de haber recibido al mensajero de Betania, Jesús ya se sentía mejor y nos habló de volver a Judea. A algunos del grupo aquello nos pareció una idea descabellada.

Jesús – Ea, compañeros, olvídense del miedo y amárrense las sandalias, que la luz del sol brilla sólo doce horas y hay que aprovecharla bien. Saldremos mañana en cuanto amanezca. Lázaro nos está esperando. Los amigos son los amigos.
Santiago – Y los enemigos son los enemigos, Jesús. Ellos también nos están esperando.
Jesús – Pues andemos con los ojos y las orejas bien abiertas, Santiago, para que no nos tiren la zancadilla.
Tomás – Y si nos ma-ma-matan, que nos ma-ma-maten. ¡Algún día hay que mo-mo-morir!
Pedro – ¡Por una vez estoy con Tomás! Vamos a Judea, camaradas, ¡y que salga el sol por donde salga!

Al día siguiente salimos de Perea. Atravesamos el Jordán a la altura de Jericó. Después de largas horas de camino, vimos las murallas de Jerusalén. Pero pasamos junto a ellas sin entrar en la ciudad. Queríamos llegar cuanto antes a la taberna de Lázaro. Dejamos atrás el Monte de los Olivos y, cuando ya veíamos muy cercanas las blancas casitas de Betania, Marta, levantando el polvo del sendero, salió a recibirnos.

Marta – Jesús, ¡al fin has llegado!
Jesús – ¿Cómo sigue Lázaro, Marta?
Marta – Pero, ¿es que no lo sabes? Ha muerto, Jesús, ha muerto… Hace ya cuatro días. ¿Por qué no viniste antes? Mandamos que te avisaran. Lázaro preguntaba por ti. Sufrió mucho… ¡Ay, Jesús, qué pena más grande!

Marta, con los pelos revueltos y la túnica de duelo, se abrazó a Jesús llorando. Los sollozos sacudían su cuerpo robusto como el viento de la mañana, allá a lo lejos, sacudía las hojas de las datileras. La madre de Jesús y las mujeres se unieron enseguida a su llanto. Los ojos de Felipe y Natanael fueron los primeros en humedecerse. Por el rostro de Jesús también corrían las lágrimas. Todos queríamos mucho a Lázaro.

Marta – ¿Por qué Dios se lo llevó, Jesús, por qué? María y yo lo necesitábamos.
Jesús – ¿Dónde está María?
Marta – Allá en casa. No hace más que llorar. Desde hace cuatro días ni come ni duerme. Voy a buscarla… Se alegrará de verlos.

Con la energía que su cuerpo conservaba, a pesar de la tristeza, Marta echó a correr hacia la taberna. Todos, acongojados, sin saber qué decirnos, la seguimos despacio por aquel camino polvoriento que tantas veces habíamos recorrido con alegría en nuestros viajes a la capital. Cuando cruzamos el portón de la taberna, María salió a nuestro encuentro y, con ella, muchos de los vecinos que estaban con las hermanas consolándolas después del entierro de Lázaro.

María – Jesús, ¿por qué no viniste antes? ¿Por qué?

María, en el suelo, se tiraba de los pelos y se golpeaba la frente contra la tierra.

María – ¡Maldita sea la vida y más maldita la muerte!
Vieja – ¡Y Dios tenga misericordia de todos nosotros, que también vamos a terminar en el hoyo!
Mensajero – Pobres mujeres, se quedan solas. Ahora, ¿quién va a sacar la cara por ellas?
Vecina – Y tú, profeta, ¿por qué no viniste cuando estaba enfermo? ¿No dicen que has curado a tantos? ¡Pues también podías haber sanado a éste!
Vieja – El gordo Lázaro era un buen hombre. ¡Nuestro padre Abraham lo tenga en su seno!

La taberna de Betania no olía como otras veces a cordero, a vino y a cebolla. Estaba de luto. Y el perfume del incienso quemado durante aquellos días llenaba aún las habitaciones. Ya se habían apagado los lamentos de las plañideras y la música de las flautas. Un grupo de vecinos y algunos huéspedes acompañaban a Marta y María llorando con ellas. Cuando nos lavamos los pies y nos sentamos en el cuarto grande, cerca de la cocina, nos parecía que Lázaro, con su sonrisa de siempre, iba a aparecer por cualquier rincón de su taberna, a darnos la bienvenida.

Hombre – ¡La panza más grande de Betania y también el corazón más grande!
Vecina – ¡Y dígalo, Serapio! Si hubo un hombre honrado en este pueblo ése era el hermano de ustedes, muchachas. Más derecho que un ciprés y más bueno que la miel, sí señor.
María – No tenía que haber muerto, no. Era joven, era fuerte…
Vieja – Paciencia, mi hija, paciencia.
Pedro – ¿Y qué demonios de enfermedad fue ésa?
Marta – De repente. Se cayó ahí en la cocina, con el caldero en la mano, como si lo hubiera quemado un rayo. Unos días en la cama, sin moverse, y se acabó.
Pedro – Qué desgracia… Y ahora, ¿qué van a hacer ustedes?
María – ¿Qué vamos a hacer, Pedro? Mi hermano era el corazón de esta taberna. Ahora ya se acabó todo.
Jesús – No, María. A Lázaro le gustará ver que ustedes siguen trabajando, que su negocio va para adelante.
Vieja – ¿Y cómo va a ver eso, si a los muertos los gusanos les comen los ojos?
Jesús – Abuela, los muertos siguen viéndonos y queriéndonos porque… siguen vivos.
María – Tú dices eso para consolarnos, Jesús, pero… eso no es verdad.
Jesús – Sí, es verdad, María. La muerte es una despedida corta, no es más que eso. Un poco de tiempo y no nos vemos. Otro poco y nos volveremos a ver. Ahora lloramos, pero llegará el día en que nos encontremos todos juntos en la casa de Dios y allí se acabarán las lágrimas. Créeme, María: los muertos no están muertos; siguen vivos con Dios.
María – ¿Mi hermano también?
Jesús – Tu hermano también. Lázaro no está muerto. Está dormido. Y Dios se encargará de despertarlo. ¡Él está vivo, María!
María – ¡Vivo! ¡Pero yo no lo oigo reír ni lo veo entrar ni salir por esa puerta, con el delantal lleno de grasa! Hace sólo cuatro días y me parece que hace cuatro años que se fue.
Jesús – Lo volverás a ver, María.
María – No, Jesús, no me engañes. Con la muerte se terminó todo.
Jesús – Al contrario, comenzó todo. Mira, María, si un niño, cuando va a nacer, pudiera hablar, diría que no, que él no quiere salir. Pensaría que ya se acabó todo para él. Sí, se le acabó el calor y la tranquilidad junto al corazón de su madre. Pero, cuando sale fuera, empieza una nueva vida, viendo la luz del sol, viendo los colores del mundo. Cuando nos morimos pasa lo mismo: nos da miedo, lloramos… La verdad es que estamos naciendo por segunda vez, naciendo a una vida mucho mejor que ahora no podemos ni soñar.
María – Eso suena bonito, Jesús. Pero yo sólo he visto que cuando uno muere lo echan en la tierra y se pudre.
Jesús – También se pudre la semilla y de ella nace un árbol nuevo que da flores y frutos.

Jesús se volvió hacia Marta, la otra hermana de Lázaro, que permanecía silenciosa, junto a la grasienta mesa de la taberna, con los ojos rojos de tanto llorar.

Jesús – ¿Dónde lo enterraron, Marta?
Marta – Ahí, Jesús, en el jardín del herrero, detrás del patio. ¿Quieres ir?
Jesús – Sí, vamos.

Todos salimos fuera. Era mediodía y el sol nos hirió los ojos. Al llegar al jardín y acercarnos a la roca donde estaba excavada la sepultura, Marta y María, en tierra, lloraron sin consuelo. Jesús, al verlas, se llevó las manos a la cara y se echó también a llorar.

Vieja – Se ve que el profeta lo quería mucho.
Jesús – Lázaro, ¿cómo no nos esperaste para celebrar juntos esta Pascua? ¿Por qué tuviste tanta prisa, compañero?

Jesús, con los ojos llenos de lágrimas, se quedó mirando fijamente la blanca y redonda piedra del sepulcro. Estaba rezando. También nosotros rezábamos entre susurros ante la tumba de nuestro amigo.

Jesús – Padre, yo te doy gracias porque no has querido que la tierra se trague a los muertos. Es tu mano la que los pasa de la muerte a la vida, como pasaste a nuestros padres a través del Mar Rojo. Tú eres la resurrección y la vida y todo el que cree en ti, aunque haya muerto, vivirá. Sí, Padre, los huesos secos se levantarán. ¡Que venga tu Espíritu desde los cuatro vientos y que sople sobre los muertos para que vivan!

No se movía ni una hoja. Jesús temblaba.

Jesús – Por favor, ayúdenme a rodar la piedra de la tumba.
Marta – Pero, Jesús…
Jesús – Sí, Marta, para que pueda entrar el viento.
Marta – Jesús, pero, ¿qué dices? Ya hace cuatro días… y olerá mal.
Jesús – Hazme caso, Marta. Por favor ayúdenme a rodar la piedra.

Estábamos desconcertados. Pero Santiago, Judas, Simón y el herrero se acercaron al sepulcro y empezaron a hacer esfuerzos para rodar la piedra. Todos nos estremecimos como si estuviéramos al borde mismo de un precipicio. Ya nadie lloraba. Teníamos los pelos de punta. Y no podíamos apartar la mirada de aquel agujero negro que empezaba a recortarse ante nuestros ojos. Cuando estuvo abierto, sentimos en la cara una bocanada de aire frío mezclado con el olor penetrante de la mirra.

Jesús – ¡Lázaro, hermano, ven! ¡Vuelve a la vida!

Betania queda a un par de millas de Jerusalén, muy cerca del valle de Josafat, donde, según la tradición de mis paisanos, Dios levantará a los muertos en la última hora del mundo. Aquella mañana de primavera, en un jardín de Betania, Jesús nos adelantó algo de lo que será la alegría y la sorpresa del gran Día de Dios.

Juan 11,1-44

Notas

* En la última etapa de su vida Jesús conoció la clandestinidad. Tuvo que esconderse como medida de precaución ante el creciente odio de las autoridades (Juan 10, 39-40; 11, 54). Pudo hacerlo en Perea, al otro lado del Jordán.

* Betania está situada a unos seis kilómetros al este de Jerusalén. Actualmente se puede visitar allí una tumba que la tradición venera como la de Lázaro. Por unas escaleras profundas y estrechas se baja a un reducido espacio en donde hay una mesa de piedra. En ella habría estado el cadáver del hermano de Marta y María. En una de las húmedas paredes están escritas las palabras de Jesús en el evangelio de Juan: «Yo soy la resurrección y la vida».

* En tiempos de Jesús las tumbas se construían excavándolas en rocas naturales, en forma de cuevas. A la entrada, para taparlas, se colocaba generalmente una piedra redonda que podía girar como una enorme rueda.

* Ante la tumba de su amigo Lázaro, Jesús invocó al Dios de la vida con las palabras del profeta Ezequiel (Ezequiel 37, 1-14), que anunciaban para los tiempos mesiánicos la superación de todos los dolores y también de la muerte. El profeta del Antiguo Testamento proclamó la solemne resurrección de los huesos secos del pueblo oprimido de Israel.

* Los israelitas pensaban que la muerte era definitiva a partir del tercer día, cuando la descomposición empezaba a borrar los rasgos personales del difunto. Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba muerto «cuatro días». Es decir, estaba definitivamente muerto.

* El relato de la resurrección de Lázaro sólo aparece en el evangelio de Juan y es una elaboración teológica en forma de narración. Juan quiso decir que la muerte no es la última frontera, que para quien cree en Jesús no será el final definitivo. La “resurrección” de Lázaro, pocos días antes de la muerte de Jesús, es presentada como un anticipo de la resurrección de Jesús y de quienes creen en él. Así, pocos días antes de ser asesinado, Jesús habría revelado en Betania la mayor de sus utopías: Dios también liberará a los seres humanos de la muerte.