112- EN EL HUERTO DE GETSEMANÍ

La noche del jueves duermen en el huerto de los olivos. Jesús siente miedo y reza a Dios. Judas y los guardias se acercan.

Aquella noche del jueves 13 de Nisán, la madre de Jesús y las mujeres se quedaron en la casa de Marcos, con las ventanas bien cerradas. Nuestra cena de Pascua había terminado precipitadamente. En los platos, sobre las esteras de paja, quedaban aún trozos de cordero y en las jarras brillaba el vino que no tuvimos tiempo de beber. Al enteramos de lo que había hecho Judas, salimos de allí con prisa, ocultándonos en las sombras.

Andrés – ¿Y ustedes creen que esos bandidos se van a acordar de nosotros? ¡Hip!
Pedro – ¡Diablos, Andrés ha bebido demasiado!
Juan – Pues creo que Tomás le ganó…
Pedro – ¡Ciérrales el pico, Santiago! ¡Nos jugamos el pescuezo!
Marcos – ¡No corran, compañeros! ¡Sin formar grupo! ¡Péguense a las paredes!

Las calles estaban oscuras. Marcos, que iba delante con Jesús y Pedro, nos guiaba por el mejor camino, para no levantar sospechas. Dejamos atrás el barrio de Sión. Las casas en donde vivían galileos estaban aún encendidas y hasta la calle llegaba el canto de los salmos de la Pascua. Salimos de Jerusalén por la Puerta del Valle y bordeamos las murallas hacia el torrente Cedrón. No había una nube. La luna llena, inmóvil, guardaba la noche en el centro del cielo.

Natanael – ¿No nos vendrán siguiendo, Felipe? Tengo miedo.
Felipe – Y yo también, Nata. Me parece que ésta no la contamos.
Natanael – Jesús dijo que ahora es cuando Dios meterá su mano por nosotros.
Felipe – Dios o los guardias, no sé quién llegará primero.

Con pasos sigilosos atravesamos el pequeño puente sobre el Cedrón. Casi al pie de la ladera del Monte de los Olivos, estaba el huerto de Getsemaní. Allí tenía Marcos un pedazo de tierra que había sido de sus abuelos. Entre aquellos viejos y retorcidos árboles, cobijados en algunas grutas, pasaríamos escondidos la noche de Pascua.

Marcos – Compañeros, creo que aquí estaremos a salvo. Y antes de que canten los gallos nos pondremos en camino hacia el norte.
Jesús – Marcos, ya lo he dicho: yo no pienso volver a Galilea.
Juan – Pues si tú te quedas, Jesús, yo también.
Pedro – Vamos, Juan, no seas loco.
Juan – Vete al diablo, tirapiedras, yo creo que tenemos que…
Marcos – Basta. Ahora no es momento de discutir eso. Mira, moreno, tienes unas horas para pensarte bien lo que vas a hacer.
Juan – Bueno, yo me quedaré de guardia. Tengo una espada. ¿Quién se queda conmigo? ¿Tú, Pedro?
Pedro – Yo, Juan. Aquí está la otra espada. Y tú, Santiago, quédate a vigilar también.
Marcos – Eso, ustedes tres, de centinelas. No creo que pase nada, pero por si acaso. Los demás, a dormir por ahí entre las rocas, con un ojo cerrado y otro abierto.
Andrés – No, no, no… ¡hip!… Yo no me duermo sin que me digan dónde se ha metido Judas. ¡Eso es lo que quiero saber yo!
Pedro – ¡Demonios, flaco! ¡Cállate de una vez y échate a dormir a ver si se te baja el vino! Maldita sea, ¿dónde estará el iscariote? Eso es lo que quisiéramos saber todos.

A esas horas, Judas estaba en una destartalada casucha del barrio de Ofel, hablando con uno de los líderes zelotes.

Zelote – ¿A qué esperas, hombre? Barrabás ya está en acción, organizando el asalto para mañana. Ahora te toca a ti. Ve donde el Sanedrín y haz bien la comedia. Por aquí hay que empezar. Lo demás, vendrá solo.
Judas – Me repugna hacer esto.
Zelote – Lo sabemos. Lo has dicho setenta veces. Y te lo creemos, hombre. Pero es el precio que tienes que pagar tú para que la revuelta estalle. Cada uno tiene su parte. Ya verás cuando mañana Jerusalén despierte y sepa que agarraron al nazareno. ¡Será un día grande! No pararemos hasta echar de aquí a los romanos.
Judas – Y mientras tanto, delante de todos, yo seré el traidor.
Zelote – ¿El traidor? Cuando seamos libres, todos te agradecerán lo que hiciste. Anda, Judas, ve de una vez con el jefe de la guardia del Templo y diles que están en casa de ese Marcos.

Pedro, Santiago y yo montábamos guardia, con las espadas desenvainadas. La noche era fresca. Muy cerca de nosotros, escondidos entre las rocas, los demás habían conseguido atrapar el sueño. Arrebujados en sus mantos, roncaban ya. Sin túnica y envuelto en una sábana vieja, Marcos dormía junto a la caseta donde se guardaba la prensa de aceite. Jesús estaba sentado sobre una piedra, con la cabeza entre las manos. No había querido acostarse. Los grillos eran las únicas voces de la noche.

Jesús – ¿Por qué Judas nos habrá hecho esto? No lo entiendo. No me cabe en la cabeza. Tanto tiempo juntos… Desde aquel día en Nazaret cuando nos conocimos… El trabajo de tantos meses empujando el Reino de Dios ¡y ahora esto! Pero, ¿qué te ha pasado, Judas? ¿Te hice algo malo yo? ¿Te defraudó nuestro grupo? Nosotros confiamos en ti. ¿Por qué no confiaste tú en nosotros? ¿Por qué nos fallaste, compañero? ¿Y por qué te dejé salir de la casa de Marcos? ¿Por qué no me puse en medio? ¿Por qué no te impedí ir a denunciarnos? Maldita sea, ¿por qué?

Comandante- Adelante, amigo, te estábamos esperando. Nos dijiste que esta noche…
Judas – Y lo he cumplido. Sé dónde está.
Comandante- ¿Anda solo?
Judas – Con un puñado de amigos.
Comandante- ¿Armados?
Judas – Un par de espadas viejas.
Comandante- ¿Cuál es la señal para que mis hombres no se equivoquen?
Judas – Yo me acercaré a él y lo saludaré con un beso.
Comandante- De acuerdo. Entonces, lo convenido. Cuando el nazareno esté en nuestras manos, ve a cobrar los treinta siclos que te faltan. Y si es una falsa alarma, prepara tu pescuezo, lorito.
Judas – Yo no miento. Vamos de una vez.
Comandante- Tú delante, iscariote. ¡Ea, la guardia lista!

Y Judas, el de Kariot, salió del patio del palacio de Caifás al lado del comandante de la guardia del Templo. Les seguían un pelotón de soldados con espadas y garrotes. Las antorchas iluminaban las calles ya solitarias del barrio de Sión. Allá, en Getsemaní, Santiago, Pedro y yo estábamos recostados contra el tronco de un olivo viejo. La tierra olía, cargada de la humedad de la noche. Jesús se acercó a nosotros y nos miró con ojos asustados.

Jesús – ¿No oyeron ese ruido?
Juan – ¿Qué ruido, moreno?
Jesús – Me parecieron pasos. Por allá…
Pedro – Los pasos de alguna zorra buscando su madriguera. ¡Descuida, hombre, que en este huerto estamos más seguros que bajo las alas de los querubines!
Juan – ¿Te sientes mal, Jesús? Estás pálido. Vamos, échate una cabezada. Nosotros vigilamos.
Jesús – Tengo miedo, Juan. Siento una angustia… Es como si una mano me apretara aquí y no me dejara respirar.
Pedro – Vamos, moreno, siéntate y conversa. Hablando se echa el miedo.

Jesús se puso en cuclillas junto a nosotros. Nos miraba con tristeza, no sé, como pidiendo ayuda. Pero a los tres ya nos pesaban los ojos por el sueño.

Jesús – ¿Se acuerdan de aquella noche allá en el norte, en Cesarea? Era una noche como ésta. Yo tenía miedo. Sentía que no iba a poder con todo el peso. Ustedes me animaron mucho. Me dijeron que no me dejarían solo, que pelearíamos juntos, siempre en grupo. De veras, compañeros, me animaron mucho. Esta noche necesito, no sé… necesito que me digan que todo valió la pena… que vale la pena seguir luchando.
Juan – Jesús, aquella noche tú nos dijiste que… que…

Santiago, Pedro y yo nos habíamos quedado dormidos. Las palabras del moreno se alejaban de nosotros en la oscuridad y se perdían en la pesadez del sueño. Entonces Jesús se apartó como a un tiro de piedra y se sentó sobre una roca. Más allá del Cedrón, Jerusalén brillaba, vestida de luna, completamente blanca.

Jesús – ¡En mala hora me metí en esto! Me hubiera quedado en Nazaret, habría hecho mi vida a mi manera. Una casa, unos hijos, una mujer… Así, como todos. El trabajo de cada día, la pequeña felicidad de cada día. Mi madre estaría tranquila, cuidando sus nietos. ¡En mala hora fui al Jordán y conocí a Juan, el profeta, y me dejé bautizar por él! No, no fue Juan. Fuiste tú, Señor. Tú eres el que está detrás de todo esto. Tú me empujaste. Tú me agarraste y fuiste más fuerte. Me sedujiste… y yo me dejé seducir. Pusiste palabras en mi boca que ardían como carbones y yo quería apagarlas, pero no podía. Se colaban dentro de mí como fuego, me quemaban hasta los huesos. ¡En mala hora puse la mano en el arado! Ya es demasiado tarde para mirar hacia atrás. No, todavía estoy a tiempo. Tengo que escapar, huir, irme de aquí. Pedro y los demás se irán mañana mismo a Galilea. Si, es lo mejor. Yo también iré con ellos. ¿Por qué tengo que quedarme yo? Regresaré al norte, y me esconderé en la aldea, o en el monte, o bajo las piedras, si hace falta. Que se olviden de mí y yo me olvidaré de todo lo que ha pasado. ¡Sí, eso voy a hacer!

A esas horas, Judas, al frente de la guardia, llegó a casa de Marcos.

Judas – ¡Maldita sea, no están aquí! ¿A dónde diablos se han ido?
María – Judas, Judas, espera, no te vayas! ¡Judas!

Al salir a la calle…

Judas – ¿Hacia dónde iban, vieja?
Vieja – Hacia allá, mi hijo, hacia el Cedrón, pero yo…
Judas – ¡Eh, ustedes, los soldados, por aquí, vengan por aquí!

Los olivos retorcidos recortaban sus sombras sobre la tierra. Por el oriente, aparecieron unas nubes que atravesaron con prisa el cielo y ocultaron pronto la luz lechosa de la luna. Las tinieblas cubrieron el huerto, la vieja prensa de aceite, los cuerpos dormidos. A lo lejos, los chillidos de los pájaros de la noche rasgaron el aire como avisos de centinela. No hacía frío, pero Jesús comenzó a tiritar. Se levantó de la piedra en la que estaba sentado y vino otra vez hacia nosotros. Más allá del sueño, sentí sus pasos vacilantes.

Jesús – ¡Pedro! ¡Juan!

Nuestros ojos se abrieron, pero volvieron a cerrarse. Estábamos rendidos de cansancio. Jesús se alejó y se perdió entre los olivos.

Jesús – ¡Padre! Si hubiera llegado mi hora, dame fuerzas. Dame valor para no responder con violencia a la violencia de ellos. Si me llevan a juicio, que tenga palabras para denunciarlos en el tribunal. Si me torturan, que sepa callar para no delatar a mis compañeros. Ellos quieren matarme, Padre… pero yo no quiero morir. ¡Todavía no! ¡Todavía no! ¡No quiero morir, no quiero, no quiero! ¡Dame tiempo, Señor! ¡Necesito tiempo para terminar la obra comenzada! Hay que seguir abriéndole los ojos al pueblo, seguir anunciando tu buena noticia a los pobres. Nuestro grupo está apenas empezando a andar… ¡No, no, yo no puedo faltar ahora, no puedo! Padre, ellos quieren taparnos la boca, quieren ahogar la voz de los que reclamamos justicia. ¡Que no se haga la voluntad de ellos, sino la tuya! ¡Que no ganen ellos, los poderosos, los hombres sanguinarios, sino que ganes tú, el Dios de los pobres, nuestro Defensor! ¡Mete tu mano ya, Padre! Saca la cara por nosotros, los humillados de este mundo, las siempre derrotadas… ¡y si no, bórrame a mí de tu libro! Sí, yo sé que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto. Yo mismo lo he dicho y el espíritu lo entiende, pero luego, cuando llega la hora, la carne tiembla. Tengo miedo, Padre, tengo miedo. Si por lo menos tú me dieras una señal… Sí, dame una señal, una prueba de que tú no me has engañado, de que esta lucha no ha sido en vano. A Gedeón le diste una señal antes de salir a la batalla. A Jeremías le enseñaste una rama de almendro. Mira esa rama, Señor, la rama de ese árbol… si floreciera, si de pronto se abriera la flor blanca del olivo como una señal de paz. ¡Respóndeme, Señor! ¿Por qué te callas? ¿Es pedir demasiado? ¡Tú me pediste más a mí! Me pediste que dejara mi tierra y la casa de mis padres. Por ti hablé, por ti me llené de rabia contra los grandes de este mundo y grité en la plaza y en las calles y no me senté a comer en la mesa de los mentirosos. Por ti me he quedado solo. Lo he perdido todo por hacerte caso a ti. ¿Y Tú no puedes darme la señal que te pido? ¿Ni siquiera eso? ¡Habla, responde! ¿O es que todo será un espejismo, como las aguas falsas que se ven en el desierto?

Jesús se dobló y pegó la cara contra la tierra y arañó las piedras con las manos, con las uñas, desesperadamente. A esa misma hora, Judas, el de Kariot, seguido de una tropa de guardias, atravesó el Cedrón. Los soldados se internaron en la oscuridad y fueron tomando posiciones en la ladera del Monte de los Olivos.

Mateo 26,36-44; Marcos 14,32-40; Lucas 22,39-46.

Notas

* El torrente Cedrón, formado por los cauces de diversos arroyos, es una hondonada o valle estrecho que rodea Jerusalén por la parte oriental. Ordinariamente estaba seco y sólo en invierno llevaba agua. Las tierras cercanas al Cedrón eran particularmente fecundas pues por el torrente corría la sangre de las víctimas que se sacrificaban en el Templo, que servía de abono a la tierra. El canal de desagüe de esta sangre comenzaba junto al altar y por debajo de la tierra llegaba hasta el Cedrón.

* Getsemaní era un huerto de los muchos que se extendían por las fértiles laderas del Monte de los Olivos, separado de Jerusalén por el Cedrón. Getsemaní significa en arameo «prensa de aceite». Seguramente habría por esta zona prensas para las aceitunas que producían los olivos sembrados por todo el Monte. En la actualidad, una iglesia construida al pie del Monte de los Olivos recuerda el lugar de la oración de Jesús en la noche en la que fue sentenciado a muerte. En el centro del templo se conserva la llamada «roca de la agonía», donde la tradición venera el lugar en que Jesús rezó aquella noche. En el jardín de la iglesia aún hay varios olivos milenarios, que podrían ser hijos de los que estaban sembrados en el Monte en tiempos de Jesús. De las semillas de los frutos que aún dan estos viejísimos árboles se hacen recuerdos piadosos para los visitantes. Rosarios, principalmente.

* En la oración de Getsemaní no se enfrentaron la voluntad de Jesús, que quería vivir, con la de Dios, que quería matarlo. Si hubiera sido así, el Dios de quien habló Jesús sería un verdugo, sólo aplacable con la sangre de su hijo y además cómplice de quienes controlaban el poder en Israel. Dios no mató a Jesús, tampoco lo envió a la muerte. Dios no quiso esa muerte. Admitir la imagen de un dios así liberaría de culpa a los verdaderos asesinos. Pablo escribió sobre las lágrimas con las que Jesús suplicó ser salvado de la muerte (Hebreos 5, 5-10). En su oración, Jesús recogió las palabras angustiosas del profeta Jeremías (Jeremías 15, 15-18 y 20, 7-9) y el clamor de Moisés, que habló con Dios cara a cara y le reclamó a gritos la liberación para Israel (Éxodo 32, 32; Números 11, 11-15).