113- COMO SI FUERA UN LADRÓN

Judas llega al huerto con los guardias. Jesús no ofrece resistencia y es apresado por el comandante. El desconcierto es completo.

Era la madrugada del viernes 14 de Nisán. Jerusalén dormía, oliendo a sangre de cordero, borracha de vino y de fiesta. Nosotros también dormíamos, desparramados entre los olivos de Getsemaní, soñando con viajar lo antes posible a Galilea y escondernos allá, en nuestra provincia. Sólo Jesús se mantenía despierto. Con la cabeza baja, hundida entre sus manos callosas, veía pasar las horas y rezaba.

Jesús – Que no se haga la voluntad de ellos, sino la tuya, Padre. No la de ellos, sino la tuya. Que no ganen ellos, los poderosos, sino tú, el Dios de los pobres.

Fue entonces cuando una voz muy conocida por nosotros, reso­nó en mitad de la noche.

Judas – ¡Jesús! Jesús, ¿estás por aquí? ¡Jesús!

Jesús se levantó de un salto y vino hacia nosotros.

Jesús – ¡Despiértense! ¿No oyen? Viene gente. ¡Pedro! ¡Juan!
Pedro – ¿Qué pasa… qué?
Jesús – ¡Psst! No hagan ruido.

Jesús estaba frente a mí, muy pálido, con un brillo de miedo en los ojos.

Judas – ¡Jesús! ¿Dónde estás?
Pedro – ¡Maldita sea, Juan, esa voz es la de Judas! ¿Qué anda buscando por aquí el iscariote?
Juan – ¡Psst! Calla y prepárate. Avisa a los demás.

Pedro llamó a Felipe y Felipe despertó a Natanael. Tomás y Andrés se desperezaron enseguida a pesar del vino que habían tomado durante la cena. Cada uno zarandeó al compañero que tenía al lado y, en pocos segundos, los once y Jesús teníamos los ojos bien abiertos y nos agazapábamos entre los peñascos del huerto.

Judas – ¡Jesús! ¿Qué pasa, no están ustedes por acá?

La voz de Judas se nos acercaba cada vez más. Santiago y Simón se llevaron las manos a los cuchillos que guardaban bajo la túnica. Pedro y yo desenvainamos silenciosamente las dos espadas que habíamos traído de casa de Marcos. Aguantamos la respiración y esperamos.

Judas – ¡Jesús! Soy Judas. Tengo que decirte algo. ¿Dónde estás?

Judas hablaba en la oscuridad. De pronto, unas ramas de olivo se movieron y el iscariote salió a un pequeño descampado, a poca distancia de donde nos escondíamos. Su figura, alta y fuerte, con el pañuelo de siempre atado al cuello, se destacaba en medio de aquella gran mancha de luz de luna.

Judas – ¡Jesús! ¿No estás por aquí? ¡Ven un momento! Necesito hablarte.

Jesús, a mi lado, respiró profundamente, como tomando impulso antes de emprender una larga y difícil carrera.

Jesús – Voy a salir, Juan.
Juan – ¿Qué dices? ¿Estás loco? Es una emboscada, moreno, estoy seguro.
Jesús – No importa, Juan. Saldré.
Juan – No, no lo hagas.

Pero Jesús se desprendió de nosotros y avanzó lentamente hasta el claro donde Judas esperaba.

Judas – Al fin te asomas. Me imaginé que estabas aquí y vine a buscarte.

Judas y Jesús, uno frente al otro, se quedaron unos segundos en silencio. La luna de Pascua, redonda, muy blanca, vigilaba la noche como el ojo de un centinela. Jesús se acercó un poco más.

Jesús – Judas, compañero, ¿por qué nos fallaste?
Judas – Todo va a salir bien, Jesús. Ahora no puedo explicártelo, pero todo va a salir bien. Confía en mí, moreno.

Judas dio un paso hacia Jesús y lo besó. Era la señal convenida con el comandante de la guardia del Templo. De repente, por entre los arbustos, aparecieron dos soldados. Traían sogas y cadenas.

Soldado – ¿Usted es ese tal Jesús, verdad?
Jesús – Sí, yo soy. ¿Qué pasa conmigo?
Soldado – Está detenido.
Jesús – ¿Se puede saber por qué?
Soldado – Son órdenes superiores. Acompáñenos.

Los soldados se acercaron a Jesús y ya le estaban amarrando las manos…

Pedro – Maldita sea, Juan, ¿pero nos vamos a quedar así?

Pedro apretó la espada, apretó los dientes y se lanzó como una flecha sobre los guardias. Fue cosa de unos segundos. Pedro descargó el acero sobre la cabeza de uno de los soldados, pero falló el golpe y sólo le alcanzó la oreja. Santiago y yo saltamos sobre el otro, lo empujamos contra el suelo y le pegamos el filo del cuchillo en la garganta. Los demás, cuando vieron aquello, salieron enseguida de sus escondites para ayudar también.

Todos – ¡Buen trabajo, Pedro! ¡Bien hecho!
Comandante- ¡No se mueva nadie! ¡Están rodeados!

La orden del comandante de la guardia del Templo nos heló la sangre a todos. Habíamos caído en la trampa. Entonces vimos salir de entre las sombras a muchos soldados armados con espadas y garrotes. Algunos encendieron antorchas para vernos mejor las caras. La tropa iba cerrando el círculo en torno a nosotros.

Comandante- ¡He dicho que no se mueva nadie!
Pedro – ¡Ni ustedes tampoco! ¡Si dan un paso más, este guardia está muerto!
Santiago – ¡Y éste otro también!

Pedro tenía a uno de los soldados, al que chorreaba sangre por la oreja, agarrado como un escudo, hincándole la espada en los riñones. Santiago y yo manteníamos al otro en el suelo, boca arriba, amenazándolo también a punta de cuchillo.

Pedro – ¡No se acerquen! ¡Jesús, corre, escapa por detrás de la caseta! ¡Al diablo contigo moreno, te digo que corras! ¡Vete! ¡Nosotros los aguantaremos hasta que estés lejos!
Jesús – Pero, ¿qué estás diciendo, Pedro? ¿Cómo me voy a ir yo y se van a quedar ustedes?
Pedro – Es a ti a quien buscan, moreno, ¿no lo entiendes?
Jesús – Nos buscan a todos, Pedro. Y alguien tiene que dar la cara. Vamos, de prisa, envainen las espadas y váyanse. Ahora tenemos que ganar tiempo.
Pedro – Pero, ¿y tú, Jesús, cómo?
Jesús – No te preocupes por mí, Pedro. Ya Dios me ayudará a encontrar una salida. Váyanse ustedes y traten de hacer algo. ¡Vamos, lárguense!

Jesús le arrancó a Pedro la espada de las manos y la arrojó lejos, sobre la tierra. El acero brillaba ensangrentado a la luz de la luna.

Jesús – Y ustedes, ¿a quién han venido a buscar?
Comandante- A ése que se llama Jesús de Nazaret. Traigo una orden de arresto contra él.
Jesús – Yo soy. Estoy desarmado. No haré resistencia.

Jesús avanzó hacia el jefe de la guardia con las manos sobre la cabeza. Luego se detuvo.

Jesús – Si vienen por mí, dejen libres a todos éstos. No tienen nada que ver en el asunto. Pedro, Santiago, Juan… váyanse de aquí. ¡Pronto! ¡Váyanse todos! Ya nos veremos luego.
Pedro – Pero, moreno…
Jesús – ¡Váyanse les digo! Avísenle a mi madre y a las mujeres. Pedro, por favor, habla con Judas a ver qué ha pasado.

Judas ya no estaba en el huerto. Se había escabullido entre los olivos. Nosotros salimos corriendo por detrás de la caseta donde Marcos guardaba la prensa de aceite. Jesús se quedó solo frente a los soldados.

Jesús – Como si yo fuera un ladrón vinieron a buscarme con espadas y garrotes. Se equivocaron. Los ladrones son otros. Los ladrones son los jefes de ustedes. Ellos trabajan en la oscuridad porque le tienen miedo a la luz.
Comandante- No pierdan tiempo. Amarren a este tipo, ¡y andando!

Le amarraron las manos a la espalda y, con otra cuerda, atada a la cintura, tiraron de él.

Comandante- Misión cumplida. ¡Ea, mis hombres, en marcha! ¡Al palacio de Caifás!

Y fueron empujando a Jesús hasta el pie del monte. Marcos, el amigo de Pedro, que había visto todo aquello desde la caseta donde dormía, echó a andar tras los soldados. Iba cubierto solamente con una sábana.

Soldado – Eh, tú, amigo, ¿qué pasa contigo?
Comandante- Ese tipo es sospechoso. ¡Agárrenlo!

Marcos, lleno de miedo, tiró la sábana y echó a correr desnudo por entre los olivares.

Andrés – ¡María! ¡María!
María – ¡Ay, muchacho, por Dios!, ¿qué pasa? ¿Qué ha pasado?
Andrés – Lo agarraron, María.
María – ¿A quién?
Andrés – A Jesús. Está preso.
María – ¡Ay, no, ay, mi hijo! ¡No puede ser! ¡Ay, no!
Magdalena – ¿Qué ha pasado, maldita sea? ¡Habla tú!
Santiago – ¡Cállense, caramba, tranquilícense!
Andrés – Que hable uno solo. Explica tú, Santiago.
Santiago – Nos sorprendieron en el huerto. Una emboscada. El soplón fue Judas.
Magdalena – Claro, por eso pasó antes por aquí. ¡Ay, iscariote, cuando te agarre!
Santiago – Vino un pelotón de soldados, nos rodearon y le echa­ron mano a Jesús.
Magdalena – ¡Y ustedes son tan cobardísimos que no lo defendieron!
Andrés – ¡Lo defendimos, magdalena! ¡Pedro hasta le cortó la oreja a un guardia, pero…
Magdalena – ¡Qué oreja ni oreja! Habla, ¿dónde está Jesús? ¿A dónde lo llevaron? ¡Dime dónde está que voy a ir yo y le saco los ojos al ejército entero si hace falta, pero al moreno no le tocan un pelo, porque se las van a ver conmigo, por los huesos de mi madre que esos desgraciados van a tener que oírme, qué caray! ¡Y ustedes, pandilla de cobardes, basura de gente, y después dicen que las mujeres, si yo hubiera estado allá!
Santiago – ¡Cállate ya, magdalena, caramba contigo! Fue Jesús el que no quiso huir.
Andrés – Es verdad. Nosotros hicimos lo que pudimos, pero…
María – Ay, Santiago, mi hijo, ¿y qué le harán a Jesús, dime?
Santiago – No pueden hacerle nada, María. Lo que ellos quieren es meternos miedo. Cuando pasen las fiestas, lo soltarán, estoy seguro.
Andrés – Jesús sabrá defenderse en el tribunal, ¡qué caray!
Magdalena – Me limpio la nariz con el tribunal. En este país los jueces son como las colegas de mi oficio: dinero y nada más.
Santiago – Lo que quieras, magdalena, pero en estos días no pueden hacerle nada. Hay mucha gente en Jerusalén. ¡Si le ponen la mano encima a Jesús, la ciudad entera se levantará para protestar!
Magdalena – Ya se la pusieron y ustedes, “sus hombres de confianza”, ¡salieron corriendo como gallinas! Maldita sea, ¿a dónde lo han llevado? ¡Eso es lo que yo quiero saber!
Andrés – Seguramente a donde Caifás.
Magdalena – ¡Pues vamos allá, caramba! ¿Qué estamos haciendo aquí? ¡Vamos!

Mientras las mujeres y los otros del grupo echaron a correr por las callejuelas oscuras y solitarias de Jerusalén hacia el palacio del sumo sacerdote, Pedro y yo, después de dar muchas vueltas, después de hablar con el criado amigo mío que trabajaba allí, donde Caifás, encontramos a Judas en una casucha del barrio de Ofel.

Pedro – ¡Maldito iscariote, así te queríamos atrapar!
Judas – Pero, ¿qué les pasa a ustedes? ¿No se han dado cuenta todavía?
Juan – Sí, ya nos dimos cuenta de que eres un perro traidor.
Judas – Ellos me pidieron secreto y yo no les pude decir a ustedes nada antes, compañeros. Pero ahora sí. Todo ha sido un plan del movimiento, ¿comprenden? ¡Con Jesús preso, el pueblo se lanzará a la calle! Barrabás está organizando el levantamiento. Dentro de unas horas, Jerusalén será un avispero revuelto. ¡Liberaremos a Jesús! ¡Y liberaremos a Israel!
Juan – Pero… ¿qué estás diciendo, Judas?
Judas – Que todo está preparado. Que Barrabás y los de Perea van a asaltar el arsenal de…
Juan – ¡Imbécil!
Judas – Sí, Juan, es verdad. De acuerdo, podía haberlo dicho antes pero, como te digo…
Juan – ¡Imbécil! Barrabás también está preso.
Judas – ¿Cómo has dicho?
Juan – Han hecho una redada. Lo han atrapado a él, a Dimas y a varios más del movimiento. Todo está controlado. Nadie hará nada, Judas, nadie.
Judas – Mentira, eso es mentira… No puede ser.
Juan – Es verdad, Judas. Me lo acaba de decir mi amigo el que trabaja donde Caifás.
Judas – ¡No! No, no puede ser… ¡no puede ser! ¡Nooo!

Y Judas, el de Kariot, se desplomó sobre el suelo de tierra de la casucha llorando y golpeándose la cara con los puños.

Mateo 26,45-46; Marcos 14,41-52; Lucas 22,47-53; Juan 18,1-11.

 Notas

* Los levitas clérigos de rango inferior a los sacerdotes desempeñaban distintas funciones en el Templo de Jerusalén. Entre ellas, la de soldados y policías. Patrullaban en el Templo para que nadie pasara más allá del lugar que le correspondía por su categoría. De noche, montaban guardia en 21 puestos situados en las puertas y en la explanada. Estaban a disposición del Sanedrín aristocracia sacerdotal, que les podía encargar misiones especiales, como fue la de detener a Jesús. Toda la seguridad pública de la provincia de Judea recaía sobre las autoridades de Jerusalén y sobre esta policía que estaba a sus órdenes. Al frente de la tropa de policías del Templo estaba un comandante o guardia superior.