115- LA SENTENCIA DEL SANEDRÍN

Caifás preside el Sanedrín donde se escuchan los testimonios contra Jesús. Al final, es acusado de blasfemo y excomulgado.

El palacio del sumo sacerdote José Caifás, rodeado de guardias con lanzas, no había apagado sus luces en toda la noche. A Jesús lo tenían detenido en la residencia vecina del viejo Anás, esperando que los magistrados del Sanedrín se reunieran para comenzar un juicio sumarísimo contra él. Los criados de Caifás iban y venían por el barrio de Sión avisándoles a los setenta miembros del Tribunal Supremo que había sesión extraordinaria en la madrugada de aquel viernes.

Tano – ¡Maestro José! ¡Maestro José!
Arimatea – ¿Quién es?
Tano – Soy yo, Tano, servidor del sumo sacerdote.
Arimatea – ¿Qué demonios quieres a estas horas?
Tano – El ilustre Caifás me manda decirle que vaya usted ahora mismo a su palacio. El Sanedrín se reúne de urgencia.
Arimatea – ¿De qué se trata, si se puede saber?
Tano – Creo que el lío es con el galileo ése, el tal Jesús, que ha hecho tanta bulla. Lo agarraron y van a juzgarlo.
Arimatea – ¿De noche? No se puede celebrar juicio de noche. Es ilegal.
Tano – Yo no sé de eso, maestro José. A mí me dijeron que se lo dijera. ¡Adiós!

Y José de Arimatea, uno de los setenta miembros del Tribunal Supremo, se vistió de prisa y salió hacia el palacio del sumo sacerdote. A pesar de la hora, los magistrados acudieron a la sala de reuniones: una habitación amplia con las paredes recubiertas del mejor cedro del Líbano. En los frisos estaban grabadas las palabras de la sagrada Ley de Moisés. Sobre el verde mármol del piso, los bancos se disponían en forma de herradura. Allí se fueron sentando los grandes señores de Israel. Los ancianos, jefes de las familias más adineradas y aristocráticas de la capital. Los sacerdotes con sus altas tiaras sobre la cabeza. Los escribas y doctores de la Ley, con sus viejos pergaminos y sus dedos manchados de tinta. Los saduceos, vestidos y peinados a la moda romana. Los maestros fariseos, con ojos inquisidores.

Arimatea – ¿Dónde está Caifás, Nicodemo?
Nicodemo – ¡Y qué sé yo, José! Seguramente estará firmando la sentencia de muerte en casa de su suegro Anás. Para ganar tiempo, ¿comprendes?
Arimatea – Lo único que comprendo es que todo esto es ilegal. No se puede juzgar a nadie de noche.
Nicodemo – ¿Qué te parece, José? ¿Podemos hacer algo?
Arimatea – ¿Y qué vamos a hacer, Nicodemo? Ellos son mayoría.

Del techo colgaban tres grandes lámparas, en forma de anillo, que iluminaban el salón. Al fin, dos criados abrieron las puertas del fondo y entró José Caifás, hijo de Beto, sumo sacerdote de aquel año. Compareció a la reunión con los ornamentos sagrados que el gobernador romano guardaba en la Torre Antonia y sólo le entregaba durante las fiestas: la túnica de hilo puro, sin costura, el pectoral con las doce piedras preciosas y, en la cabeza, la blanca tiara con la placa de oro donde estaba escrito: «Consagrado a Yavé». Al entrar, los sanedritas se pusieron en pie y le saludaron con una profunda reverencia. Caifás, con las manos levantadas, los bendijo, atravesó el Tribunal y se sentó en el sillón de la presidencia.

Caifás – Somos más de veinticuatro. El juicio puede comenzar.

El escriba designado abrió la causa.

Escriba – Ilustre Tribunal, Excelencias, nos hemos reunido para enjuiciar la doctrina y la actividad de un israelita por nombre Jesús, hijo de un tal José y de una tal María, oriundo de Nazaret, provincia de Galilea. Sin profesión conocida y sin estudios. Este individuo acaba de ser arrestado por el comandante de la guardia del Templo, con orden de prisión debidamente autorizada por los miembros del Consejo Permanente del Sanedrín. La gravedad de las acusaciones que pesan sobre el detenido nos obligan a reunirnos en sesión extraordinaria, a petición de nuestro sumo sacerdote su excelencia José Caifás. ¡Que pase el acusado!

Dos guardias lo hicieron entrar. Con las manos atadas a la espalda y todo el pelo revuelto, Jesús avanzó hasta el centro de la sala. Tenía la cara hinchada por los golpes recibidos en casa de Anás y la barba llena de salivazos.

Escriba – Este es el acusado. El acusador tiene la palabra.

Un doctor de la Ley gordo y con los ojos abultados, se levantó del banco y se acercó a Jesús.

Acusador – Señores jueces de este Tribunal Supremo: este hombre que ustedes tienen delante es uno de los individuos más peligrosos con quien hemos tenido que enfrentarnos desde hace muchos años. Este hombre se ha burlado repetidas veces de las instituciones más sagradas que son los pilares de nuestra nación: la Ley de Moisés y las tradiciones de nuestros antepasados. No sólo se ha rebelado contra el poder civil, sino también contra las autoridades religiosas, agitando al pueblo sencillo para que siga su perverso ejemplo. Y para que pueda confirmarse lo dicho, le pido a su Ilustrísima la entrada de los que han venido, libre y voluntariamente, a dar testimonio en contra suya.
Escriba – ¡Que pase el primer testigo!

Entró un muchacho alto, con la cara picada de viruelas.

Escriba – Recuerda que has de decir la verdad. Si no, la sangre inocente caerá sobre tu cabeza.
Acusador – ¿Cómo te llamas?
Tano – Tano.
Acusador – ¿Estuviste el domingo en la explanada del Templo cuando este rebelde entró, montado en un burro, con una turba de gritones?
Tano – Sí.
Acusador – ¿Oíste lo que dijo?
Tano – Sí.
Acusador – ¿Y qué fue lo que dijo?
Tano – Bueno, él dijo que la casa de Dios parece una cueva de bandoleros y que los sacerdotes hacen negocio con la religión. y que si Moisés levantara la cabeza los sacaba a todos ustedes a bastonazos.
Acusador – ¿Ajá? ¿Y qué más dijo el acusado?
Tano – Bueno, también dijo que ustedes eran unos hipócritas, hijos de culebra, sepulcros pintados con cal, farsantes, traficantes de Satanás.
Caifás – ¡Basta ya, caramba! No creo que sea necesario repetir todas las impertinencias que haya dicho este charlatán.
Escriba – Disculpe, excelencia. El siguiente testigo, ¡que pase!

Y, uno a uno, los testigos fueron pasando a declarar.

Vieja – Lo dijo, sí, lo dijo, que lo oí yo. Dijo que él quería tumbar el Templo a pedrada limpia.
Hombre – No, magistrado, lo que Jesús dijo fue que del Templo no quedaría piedra sobre piedra, que se iba a destruir desde los cimientos.
Acusador – Perdón… ¿El acusado dijo que se iba a destruir… o que él lo iba a destruir? Aclare bien ese punto.
Hombre – Pues, a la verdad… ya no me acuerdo.

Y uno tras otro, fueron pasando los testigos…

Hombre – ¡Es un brujo! ¡Un hechicero! ¡Cura a la gente con el poder de Belcebú! ¡Dijo que se iba a trepar en el pináculo del Templo y se iba a tirar desde ahí y llegar abajo sin un rasguño porque tiene un arreglo con el diablo!
Mujer – Este barbudo y la banda de forajidos que van con él a todas partes cometen muchas atrocidades: cuando llegan a un pueblo, les roban la cosecha a los campesinos, les violan a sus mujeres, van armados hasta los dientes y matan a las personas decentes así porque sí, por hacer la maldad.
Viejo – Ese tipo es peligroso ¡Si lo conoceré yo! Tiene veneno en el buche como la serpiente. Atiza a los pobres contra los ricos, habla de liberación, que si la tierra es para todos, que si el año de gracia, que suelten a los presos, que mejor salario y nadie esclavo de nadie, que rompan los títulos de propiedad y no paguen los impuestos, que abajo los patrones y arriba los peones, cambiarlo todo, ¿comprenden? Darle la vuelta a la tortilla, eso es lo que él quiere.
Fariseo – No cumple el ayuno ni respeta el sábado. Nunca se le vio pagando el diezmo a los sacerdotes. Poco o nunca se le vio rezando en el Templo. Ataca al clero siendo él un laico. Habla de las escrituras santas sin haberlas estudiado y sin que nosotros le hayamos dado permiso para enseñar. ¿Qué más decirles? Se sienta a la mesa con publicanos y se trata con rameras.
Sacerdote – ¡Y eso no es lo peor, ilustrísimos! ¡Este embaucador que ustedes tienen ante sus ojos, se dejó llamar Mesías por el populacho. Óiganlo bien: «Mesías de Israel» y también «Hijo de David».
Acusador – ¿Eso dijo el detenido?
Sacerdote – ¡Sí que lo dijo! Y si ustedes dudan de mi testimonio, pregúntenselo a él directamente.
Caifás – ¡Podríamos haber comenzado por ahí y ahorrarnos tanta palabrería inútil!

El sumo sacerdote se levantó bruscamente. Después, alzó las manos pidiendo silencio.

Caifás – Ilustres del Tribunal, ya hemos recogido suficientes datos sobre las malas ideas y las peores actuaciones de este rebelde. Por otra parte, no podemos demorarnos más dada la urgencia del caso. Permítanme completar personalmente el interrogatorio…

Caifás clavó sus ojos de lechuza sobre Jesús, que permanecía en el centro de la sala, de pie.

Caifás – Tú, el nazareno, ya has oído todo lo que dicen contra ti. ¿Qué te parecen todas estas acusaciones? ¿Te reconoces culpable? ¿O todavía te cabe la pretensión de la inocencia? ¿Qué te pasa ahora? ¿Te has quedado mudo ante tantos cargos? Yo quiero hacer solamente una pregunta, ilustrísimos del Tribunal. Uno de los testigos habló del Mesías y que este facineroso se dejaba llamar así por el populacho. Es el punto más interesante, ¿no les parece a ustedes? Responde, nazareno: ¿te consideras el Mesías, el Liberador de nuestro pueblo?

Pero Jesús seguía callado, sin levantar los ojos del suelo.

Caifás – ¡Te estoy hablando yo, el sumo sacerdote de Israel, la voz de Dios en la tierra! ¡Responde! ¿Quién te crees que eres? ¿El Mesías?

Jesús alzó lentamente la cabeza. A pesar de los pelos revueltos, de la cara llena de moretones y los labios desfigurados por los puñetazos, logró sonreír con ironía.

Jesús – ¿Para qué me lo preguntas? Si te digo que sí, no me vas a creer. Y si te digo que no, no me vas a soltar. ¿Entonces?

A Caifás le temblaban de indignación las gruesas mejillas. Con la mano derecha se tocó la diadema que llevaba sobre la frente donde estaba escrito, en letras de oro, el sagrado nombre de Dios que solamente él, el sumo sacerdote, podía mencionar. Iba a hablar con la autoridad de su cargo.

Caifás – Pongo a Yavé por testigo.

Cuando Caifás pronunció el nombre de Dios, todos los sanedritas bajaron la cabeza y cerraron los ojos.

Caifás – Yo te conjuro por el nombre del Bendito a que declares si tú eres el Mesías, Hijo de David, Hijo de Dios.

Hubo un profundo silencio. Los ancianos, los sacerdotes, los maestros de la Ley, los fariseos y los saduceos, y hasta los guardias del palacio tenían los ojos fijos en los labios de Jesús.

Jesús – Tú lo has dicho. Lo soy. Y yo también pongo a Yavé por testigo. Él sabe que no miento.

Caifás se llevó las manos al cuello, rojo de ira, como si le faltara la respiración.

Caifás – ¡Blasfemia!

Y se rasgó la túnica de arriba a abajo. Todos los magistrados se levantaron como empujados por un resorte y se oyó un rugido, como un eco a las palabras del sumo sacerdote.

Todos – ¡Blasfemia! ¡Blasfemia!

Y uno tras otro se rasgaron también las túnicas ratificando la acusación de Caifás.

Caifás – ¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Ustedes lo han oído, ilustrísimos! ¿Qué sentencia piden para este hombre?
Todos – ¡La muerte! ¡La muerte!

Los sanedritas vociferaban con los puños en alto. Caifás, con una mueca de satisfacción, mandó hacer silencio.

Caifás – Ilustres, la Ley de Moisés lo dice claramente: “Saca al blasfemo fuera de la ciudad y que la comunidad lo mate a pedradas”.
Sacerdote – ¿A qué esperamos entonces, excelencia? ¡Este galileo debe ser lapidado ahora mismo!
Todos – ¡Sí, sí, a la gehenna! ¡A la gehenna!

Fue el viejo sacerdote Anás quien se levantó para apaciguar a los magistrados.

Anás – Colegas, por favor, no perdamos la calma, que es la primera virtud de un buen juez. Sí, mi yerno tiene razón. Según nuestra ley, el castigo que este hombre merece es ser apedreado. Pero si el pueblo sospecha de nosotros, se alborotará. ¿No sería más prudente entregar el caso al gobernador Pilato y que Roma lo juzgue?
Sacerdote – Pero… ¿y si el gobernador no se decide a condenarlo?
Anás – Descuide, colega. La habilidad es la segunda virtud de todo buen juez.

Sacaron a Jesús a empujones y a patadas del Tribunal. Los sanedritas le escupían cuando pasaban a su lado. Otros, quitándose la sandalia, le golpeaban con ella en la cara. El sumo sacerdote dio orden para que en las cuatrocientas sinagogas de Jerusalén se leyera este aviso: “Jesús de Nazaret, juzgado por el Sanedrín, ha sido excomulgado de nuestra fe: ciérrenle las puertas al blasfemo”. Eran las 6 de la mañana. Jerusalén se despertaba mojada por las finas gotas de lluvia que no cesaban desde las primeras horas de la madrugada. La luz grisácea del amanecer anunciaba un día triste.

Mateo 26,57-68; Marcos 14,53-65; Lucas 22,66-71.

 Notas

* Durante la dominación griega, unos 200 años antes de Jesús, se constituyó definitivamente en Jerusalén el Sanedrín, creado un par de siglos antes. En tiempos de Jesús, bajo la dominación romana, el Sanedrín era la primera representación política y religiosa del país ante el gobernador romano Poncio Pilato. En el sur, en Judea, era donde este Gran Consejo tenía mayor influencia. El Sanedrín era también la suprema corte de justicia y la máxima instancia para resolver los asuntos municipales de Jerusalén. Funcionaba también como asamblea financiera en la toma de decisiones económicas a nivel nacional. Componían el Sanedrín 70 miembros y el sumo sacerdote, que lo presidía.

* En tiempos de Jesús había tres categorías de sanedritas: los sacerdotes, los escribas y los ancianos. En el grupo sacerdotal estaban todos los que habían ejercido el cargo de sumo sacerdote y los miembros más destacados de las cuatro grandes familias de Jerusalén. Constituían una especie de comisión permanente que decidía en todos los asuntos ordinarios. El grupo de los escribas estaba compuesto por teólogos y juristas importantes del grupo fariseo, asociación laica. Los ancianos eran los jefes de las familias más influyentes y ricas de Jerusalén. En el Sanedrín se reunían las personas más poderosas religiosa, política, ideológica y económicamente de la capital del país. El lugar ordinario de las reuniones del Sanedrín estaba en el Templo de Jerusalén, en la lujosa y solemne «sala de las piedras talladas». Como todos los edificios estaban cerrados durante la noche en que Jesús fue apresado, éste fue llevado al palacio de Caifás, que tenía salones especiales para reuniones de urgencia.

* José de Arimatea había nacido en una ciudad de Judea que llevaba ese nombre, forma griega del hebreo Ramá. Los escritos de la época indican que era un rico hacendado con terrenos comprados recientemente en las afueras de Jerusalén. Pertenecía al grupo de los «ancianos» del Sanedrín. Junto a Nicodemo, magistrado del grupo de los fariseos, apoyó sin mucho éxito que el juicio de Jesús se celebrara de una forma justa y legal.

* El juicio al que fue sometido Jesús antes de ser sentenciado a muerte fue un teatro. Ni la hora intempestiva ni el día en la solemnidad de la Pascua ni el procedimiento de urgencia tenían excusa jurídica válida. Antes de comenzar, la sentencia ya estaba dada. Pero las autoridades quisieron revestirlo todo de legalidad como justificación ante el pueblo y ante los pocos de entre ellos que tenían alguna simpatía por Jesús.

* La blasfemia era en Israel un pecado gravísimo, que no se reducía a decir groserías contra Dios, tal como actualmente se entiende. La blasfemia comprendía el menosprecio de Dios o de sus representantes, el usurpar los derechos divinos y el trato con pecadores a los que se consideraban malditos por Dios. En el exceso de escrupulosidad de los fariseos, blasfemaba quien pronunciaba el nombre de Dios: Yahveh. La blasfemia de la que se acusó a Jesús para condenarlo a muerte fue la de afirmar que era Hijo de Dios. Pero la afirmación de Jesús ante el tribunal del Sanedrín no fue la revelación de un dogma sobre sí mismo. Se trató de una afirmación mesiánica. «Hijo de Dios» era un título bastante frecuente entonces para designar a alguien cercano a la voluntad de Dios y era también uno de los nombres con los que se designaba al Mesías. Para el Sanedrín, encargado de velar por la pureza de la religión, era blasfemia que un laico tuviera la pretensión de ser el Mesías, el Liberador de Israel. La pena de muerte impuesta en el código sanedrítico por la blasfemia era la lapidación: muerte por apedreamiento fuera de las murallas de la ciudad.

* Aun bajo la dominación romana, el Sanedrín había conservado su derecho a sentenciar a muerte, aunque el poder romano tenía que ratificar la condena que dieran las autoridades judías. La competencia para la pena de muerte que podían decretar los sanedritas se limitaba sólo a materia religiosa. Varios de los cargos que pesaban contra Jesús estar endemoniado y obrar curaciones con poderes diabólicos, blasfemar contra Dios, rebelarse contra la Ley y las autoridades religiosas estaban penados por las leyes del Sanedrín con la muerte por apedreamiento. Por estrangulamiento, según las leyes judías, debían morir los falsos profetas.

* En tiempos de Jesús, las autoridades religiosas se hablan arrogado el poder de excomulgar a cualquier israelita, separándolo transitoria o definitivamente de la sinagoga, lugar de reunión religiosa de la comunidad. Era lo que se llamaba el «anatema sinagogal». El hombre o mujer así excomulgado no podía entrar en la sinagoga ni rezar con la comunidad. En dos ocasiones el evangelio de Juan deja constancia que a los simpatizantes de Jesús se les amenazaba con este castigo (Juan 9, 22 y 12, 42). Jesús mismo avisó a sus compañeros que se les tendría por herejes, se les excomulgaría e incluso se les asesinaría, usando como justificación al mismo Dios (Juan 16, 2).