116- EL INTERROGATORIO DEL GOBERNADOR

Caifás pasa el caso de Jesús a Poncio Pilato para que éste lo sentencie a muerte. El gobernador lo interroga y envía al rey Herodes.

Era el viernes 14 de Nisán. Un cielo de plomo cubría la ciudad de David y una llovizna, molesta y continua, lo iba mojando todo: las agujas de los palacios, las torres de las murallas, las pequeñas cúpulas encaladas de las casas de los pobres, los mármoles del Templo y las callejas estrechas y escalonadas por donde corrían nerviosamente riachuelos de agua sucia. Cuando los gallos anunciaron el nuevo día, triste y gris, Jerusalén se despertó sobresaltada.

Mujer – ¡Vecina, vecina! ¿Ya se enteró? ¡Le echaron mano al profeta de Galilea!
Vecina – ¿A Jesús?
Mujer – ¡Sí! Está preso.
Vecina – Pero, eso no puede ser. ¿Cómo es posible?
Mujer – Pues así como lo oye. Yo le digo, vecina, que en este país todo anda al revés: los buenos en la cárcel y los ladrones en el palacio. ¡Ea, vístase pronto y vamos a ver qué está pasando!

La mala noticia corrió de boca en boca. En pocas horas, toda Jerusalén lo sabía.

Hombre – Han hecho una redada. Barrabás y Dimas están presos. Gestas, preso también. Y ahora me dicen que a Jesús, el nazareno, lo agarraron esta noche por ahí, entre los olivos del monte.
Vecina – Maldita sea, pero, ¿qué quieren los romanos? ¿Encerrarnos a todos?
Hombre – Pues prepárate, compañero. Poncio Pilato los torturará para que canten. Y si cantan, ya sabes tú, ¡media ciudad irá de cabeza a los fosos de la Torre Antonia!

En las calles, gentes de todos los barrios de Jerusalén se fueron juntando para protestar. Nosotros nos acercamos al lugar en donde sabíamos que habían llevado a Jesús.

Juan – No te desesperes, María. Al moreno lo tienen que dejar en libertad. No tienen ninguna prueba contra él.
María – Ay, Juan, no sé, pero tengo tanto miedo…
Santiago – Si le tratan de hacer algo malo, te digo que hasta los gatos afilan las uñas para defenderlo, ya verás.
Juan – Mira, Santiago, ya están saliendo los del Sanedrín. ¡Ven, corre!

Se abrieron las puertas del palacio y comenzaron a salir los magistrados del Tribunal Supremo, muy encopetados, con sus altas tiaras y sus lujosos turbantes. Ya habían cumplido su misión y se dispersaron por las calles del barrio alto. Detrás de todos, apareció el sumo sacerdote José Caifás. Iba acompañado de cuatro sanedritas y caminaba con mucha solemnidad. De allí se fue derecho a la fortaleza romana. A Jesús lo llevaban amarrado y rodeado de guardias, que se abrían paso entre la gente a fuerza de gritos y bastonazos. La comitiva atravesó la ciudad y entró por la puerta occidental del Templo. Las mujeres y los del grupo íbamos detrás, empujando y dando codazos. Ante nosotros se alzaba ya la torre maldita que protegía entre sus muros al gobernador Poncio Pilato. Las banderas amarillas y negras de Roma estaban empapadas por la lluvia.

Soldado – ¡Alto ahí! ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

Una hilera de soldados romanos, inmóviles, acorazados, detuvieron a los sanedritas. El sumo sacerdote Caifás se adelantó a responder.

Caifás – Necesitamos ver inmediatamente al gobernador. Es un asunto grave.
Soldado – Pase usted, excelencia. Y ustedes, los magistrados. Pero toda esta chusma, fuera.
Caifás – Ellos no vienen con nosotros. De todas maneras, tampoco nosotros podemos entrar hoy en la fortaleza. Es víspera del gran Sábado de Pascua. Lo prohíbe nuestra Ley. Ve y dile al gobernador que se digne salir un momento y atendemos.

Al rato, se abrió una ventana, la que daba sobre la explanada de los gentiles, y apareció Poncio Pilato, con los brazos cruzados sobre la toga romana, la cara todavía sin afeitar y una mueca de disgusto en los labios.

Pilato – ¿Qué demonios ocurre? ¿No acaba de salir el sol y ya están alborotando?
Caifás – Ilustre gobernador, disculpe que lo hayamos molestado tan temprano, pero créanos, es un asunto urgente.
Pilato – ¿De qué se trata?
Caifás – De este hombre.

Los soldados empujaron a Jesús para que Pilato pudiera verlo desde la ventana.

Pilato – ¿Qué pasa con ese hombre?
Caifás – Que es un delincuente.
Pilato – ¿Y quién no tiene delitos en este país de bandidos y rameras? ¡Júzguenlo ustedes, que para eso el Sanedrín les paga un buen salario como magistrados!
Caifás – Gobernador, se lo hemos traído a usted, porque es asunto político. Este galileo se ha rebelado contra Roma. Y a Roma le corresponde juzgarlo. Nosotros no podemos firmar la pena de muerte, que es el castigo que se merece.
Pilato – No pueden firmarla, pero, por lo que veo, casi la ejecutan. Ese hombre está muy golpeado. ¿Con qué autorización han maltratado a un prisionero político que me pertenece a mí?
Caifás – Gobernador, mil perdones… El detenido fue capturado en las afueras de la ciudad, en un lugar llamado Getsemaní. Opuso resistencia a nuestros guardias y ellos tuvieron lógicamente que defenderse. También se le encontraron muchas armas.
Todos – ¡Mentira, mentira! ¡Eso es mentira! ¡Ese hombre es inocente! ¡Suelten a Jesús!
Soldado – ¡Cállense, perros!

La voz estentórea del centurión romano y las lanzas de los soldados que nos amenazaban, nos hicieron callar. Poncio Pilato, desde la ventana, y Caifás desde la explanada siguieron hablando.

Pilato – ¿Y qué hacía este individuo en Getsemaní?
Caifás – Él y unos cuantos galileos conspiraban contra usted, gobernador. Forman un grupo bastante organizado y peligroso. Él es el cabecilla. Comenzó a agitar en el norte y ahora vino a hacer lo mismo en Judea. También instiga al pueblo para que no pague impuestos a Roma. Se burla del César y dice que él se va a coronar como Rey de Israel.
Pilato – Muy bien. Centurión, haga entrar al detenido. Voy a interrogarlo.

Poncio Pilatocerró la ventana y bajó al Enlosado donde celebraba los juicios y las audiencias. Era un pequeño patio interior, rodeado de columnas grises, donde también se acuartelaba la tropa. Como llovía, el Enlosado estaba vacío. Bajo un saliente de piedra, que servía de techo, el gobernador tenía un estrado y un sillón de alto respaldo con la figura del águila romana encima. Pilato atravesó el patio y se sentó. Entretenía sus manos con la fusta que usaba para montar a caballo. Después llamó a su lado a un escriba para tomar la declaración del detenido. Dos guardias de escolta hicieron entrar a Jesús y cerraron las puertas tras él. La muchedumbre quedó fuera. Maniatado, con la túnica hecha jirones, Jesús se quedó de pie, bajo la lluvia, entre los dos soldados, frente al gobernador. Parecía muy cansado.

Pilato – Nombre, familia y lugar de origen… ¿No has oído? He dicho que de dónde eres y cómo te llamas. ¿Qué te pasa, amiguito? ¿Tanto miedo tienes que se te traba la lengua? ¡Así son ustedes, los judíos, cobardes y fanfarrones! Mucha boca primero y, luego, cuando llega la hora de la verdad, tiemblan como conejos. ¡Habla, te digo! ¿No has oído todas las acusaciones que traen contra ti? ¡Vamos, responde! ¿Qué has hecho?
Jesús – Todos en Jerusalén saben lo que yo he hecho. Pregúntaselo a ellos.
Pilato – ¡Te lo pregunto a ti! Los jefes de tu pueblo te han puesto en mis manos. Si quiero puedo condenarte y, si quiero, puedo dejarte libre.
Jesús – Ni tú me quitas la libertad ni tampoco me la das. No tienes ninguna autoridad sobre mí.
Pilato – ¿Ajá? ¿Con que nuestro amiguito tiene agallas? ¿No sabes que ahora mismo puedo dictar sentencia de muerte contra ti?
Jesús – Sería un crimen más en tu larga lista.
Pilato – ¿No tienes miedo a morir?
Jesús – Tú eres el que debe sentir miedo. Tus manos están manchadas de sangre inocente. Las mías no.
Pilato – ¡Claro que no, las tuyas están amarradas! Y el único que puede desatarlas soy yo, ¿entiendes? Así que trata de hablar claro y decir la verdad si estimas en algo tu pellejo. A ver, confiesa: ¿Quieres coronarte como rey de los judíos? ¿Aspiras al trono de Israel?
Jesús – ¿Esa pregunta se te ocurrió a ti o te la dijeron otros para que me la hicieras?
Pilato – ¡Maldita sea! ¿Pero ante quién te crees que estás? ¡Yo no recibo órdenes de nadie! Y a nadie le doy cuentas de lo que hago. Solamente al emperador.
Jesús – Yo tampoco. Solamente a Dios.
Pilato – A ver, amiguito, dime la verdad: ¿a qué grupo perteneces tú? Eres de los zelotes, ¿no es cierto?
Jesús – No, no soy de los zelotes.
Pilato – ¿De los sicarios entonces?
Jesús – Tampoco.
Pilato – ¿A qué partido perteneces? ¡Confiesa! ¿Para quién trabajas?
Jesús – Para el Reino de Dios.
Pilato – ¿Para el qué…? ¿No me digas? ¿Y dónde está ese Reino de Dios? ¿En el cielo? Eso me gusta más. Ocúpense ustedes de Dios y del cielo y déjennos la tierra a nosotros.
Jesús – El Reino de Dios está aquí en la tierra. Está en el mundo, pero no se deja atrapar por los jefes de este mundo.
Pilato – ¿Ah, sí? ¿Y dónde está?
Jesús – Escondido.
Pilato – Me río yo del trabajo clandestino que hagan ustedes.
Jesús – Escondido como la carcoma, que no se ve, pero va comiendo por dentro la madera.
Pilato – Pero, ¿qué dices, imbécil? ¿De qué madera estás hablando?
Jesús – De la de tu trono. Todo el poder de ustedes se vendrá abajo, carcomido.
Pilato – O sea, que tú confiesas descaradamente estar conspirando contra el poder.
Jesús – Contra los que como tú abusan del poder.
Pilato – Tome nota, escriba: conspiración, rebeldía, subversión. Y tú eres el cabecilla del grupo, ¿verdad que sí? ¿Reconoces haber agitado al pueblo?
Jesús – El pueblo hace mil años que está agitado. Es el hambre la que nos agita. El hambre y la violencia de ustedes.
Pilato -¡La violencia es la de ustedes, rebeldes, que le calientan la cabeza al populacho y quieren cambiar las cosas que no se pueden cambiar! Ustedes son los que provocan la guerra. Roma quiere la paz.
Jesús – Sí, la paz… la de los sepulcros.

Cuando Jesús dijo aquello, el gobernador levantó la fusta y se la restalló en la cara.

Pilato -¡Basta ya, maldito!
Jesús – La paz de los latigazos.
Pilato -¡Te dije que basta ya!

Jesús se tambaleó con el segundo latigazo, que le dejó una señal morada en el cuello. Seguía lloviznando. Los mosaicos blancos del enlosado brillaban con el agua. Empapado, con la túnica pegada al cuerpo y chorreándole los pelos y la barba, Jesús no bajó los ojos frente al gobernador.

Pilato – Perro galileo, te arrancaré esa lengua rabiosa. Pero antes me vas a explicar tus planes. Vamos, habla: ¿qué estabas haciendo en ese huerto de Getsemaní?
Jesús – Nada malo. Estaba rezando.
Pilato – ¿Rezando, verdad? ¿Y piensas que te voy a creer esa estupidez?
Jesús – Rezando para que ustedes no ganen. Para que no se haga la voluntad de ustedes sino la de Dios.
Pilato – Rezando y escondiendo armas. Vamos, confiésalo: ¿dónde tienen guardadas las armas? ¡Responde, te digo!
Jesús – Aquí. Esta es nuestra única arma, la lengua. Tiene más filo que todas tus lanzas de acero. Es la espada de la verdad.
Pilato – ¡La verdad! ¡Me río yo de la verdad! ¡Te cortaré la lengua de un tajo y se acabará tu verdad!
Jesús – Tendrás que cortar mil lenguas que hacen cola para gritarte en la cara tus crímenes, Poncio Pilato.
Pilato – ¡Cállate ya, insolente! ¡Ahora vas a saber tú lo que es la verdad! ¡Escriba, tráigame la tablilla! ¡Voy a firmar la sentencia de muerte contra este charlatán!

En ese momento, se abrió una de las puertas de hierro que daba al Enlosado. Una mujer romana, alta y vestida con una lujosa túnica de seda azul, apareció en el umbral y le hizo señas al gobernador. Era su esposa Claudia Prócula.

Claudia – ¡Poncio, por favor, ven un momento! Tengo algo que decirte.
Pilato – No me interrumpas, Claudia. Ahora no puedo. Vete.
Claudia – Es muy importante. Te lo ruego.

El gobernador se levantó del sillón y atravesó de prisa el patio para no mojarse.

Pilato – ¿Qué demonios quieres? ¿No ves que estoy ocupado con este maldito judío?
Claudia – Se trata de él precisamente. Poncio, por favor, no firmes nada contra ese hombre. Es un enviado de los dioses.
Pilato – Es un charlatán de los infiernos. Y un rebelde contra Roma.
Claudia – Dicen que hace milagros y que el cielo lo protege.
Pilato – Tonterías.
Claudia – Ayer soñé con él. Fue una pesadilla horrible.
Pilato – Lo siento, Claudia. Pero es mi deber condenarlo a la pena máxima. Es culpable de conspiración. Y eso es un delito grave contra el Estado romano.
Claudia – No, Poncio, no lo hagas. Hazme caso, quítatelo de encima.
Pilato – No puedo quitármelo de encima, Claudia. Compréndelo.
Claudia – Sí puedes. ¿No dicen que es galileo? Pues mándaselo a Herodes. Que Herodes haga lo que quiera. Pero no te manches tú las manos con la sangre de ese hombre. Nos traería mala suerte, estoy segura.

Y el gobernador Pilato, que también era supersticioso, dejó sin firmar la tablilla y envió a Jesús al palacio de Herodes Antipas, tetrarca de la provincia de Galilea, que había llegado a Jerusalén para las fiestas. Era cerca de la hora tercia.

Mateo 27,1-2 y 11-14; Marcos 15,1-5, Lucas 23,1-5; Juan 18,28-38.

 Notas

* Poncio Pilato fue un hombre cruel y ambicioso. De su gestión como gobernador de Judea (año 26 al 36) han dejado constancia los historiadores. Agripa I le describe como «inflexible, de carácter arbitrario y despiadado». Filón le acusa de «banalidad, robos, ultrajes, amenazas, acumulación de ejecuciones sin previo juicio, de crueldad salvaje e incesante». También ha quedado constancia del profundo desprecio que sentía por el pueblo israelita. Sejano, favorito del emperador Tiberio y padrino en Roma de Pilato, era también un hombre sanguinario y cabecilla del movimiento antijudío en el imperio romano. La destitución de Pilato se debió, en el año 36, a la masacre que ordenó contra los samaritanos, acto de barbarie que le costó el puesto. Se cree que Pilato puso fin a su vida suicidándose.

* El Enlosado («Litóstrotos» en griego, «Gabbatá» en hebreo) era un amplio patio situado en el interior de la Torre Antonia, donde estaban los cuarteles de la guarnición romana responsable del orden de Jerusalén. Su nombre viene de las grandes losas que cubrían su superficie, calculada en unos 2 mil 500 metros cuadrados. En el evangelio, en vez de hablarse de la Torre Antonia, se hace referencia al Pretorio como lugar de residencia del gobernador romano Poncio Pilato cuando estaba en Jerusalén. Algunas investigaciones sitúan este pretorio no en la Antonia, sino en uno de los palacios que Herodes tenía en la capital y que prestaba a Pilato durante las fiestas.

* Desde hace muchos siglos la tradición ha localizado el Enlosado en el lugar donde estuvo edificada la Torre Antonia. En los sótanos de un convento católico situado en la llamada «vía dolorosa» de Jerusalén se conserva un fragmento del Enlosado. Se trata de losas enormes, desgastadas por el tiempo, con inscripciones de caracteres romanos grabadas a cuchillo. En los juicios romanos no había fiscal y las acusaciones las presentaban varios individuos. En el caso de Jesús, los sacerdotes. El juicio era público y era habitual que los espectadores que seguían el juicio expresaran en voz alta sus opiniones.

* Sólo el evangelio de Mateo menciona las presiones de Claudia Prócula, la mujer de Pilato, para que su marido dejara libre a Jesús (Mateo 27, 19). Reflejan estas presiones el sentimiento religioso del pueblo romano, muy supersticioso y dado a temores sagrados, a la interpretación de los sueños y a los oráculos, sentimientos que contagiaron a Pilato, que también era supersticioso (Juan 19, 8) y que por eso, se lavó las manos después de decidir la sentencia de muerte de Jesús.