140- PERDIDOS EN EL TEMPLO

A los doce años, María y José acompañan a su hijo al templo de Jerusalén. Jesús con un par de amigos conversan con los sacerdotes.

Aquel verano, esperando la fiesta de Pentecostés y conversando de mil cosas, María nos contó lo que pasó la primera vez que Jesús vino a Jerusalén. Había cumplido ya los doce años y, según las costumbres de Israel, a esa edad los muchachos varones subían a comer la Pascua en la ciudad de David.

José – ¡Cómo pasan los años, Dios santo! ¡Pensar que este mocoso ya puede entrar en el Templo y hasta leer las Escrituras!
María – ¡Ya eres mayor, Jesús!
Vieja – Pues que se note, que se note, que este niño tiene encima más maldades que piojos! ¡A ver si en la capital te sale el juicio por algún lado!

María – Salimos de Nazaret con otras familias unos días antes de la Pascua. Después de unas millas, nos unimos a los peregrinos que venían de Caná y de Naím. Entre aquellos paisanos viajaban varios muchachos de la edad de Jesús. Y enseguida se hicieron amigos. Me acuerdo que uno era pelirrojo y larguirucho y el otro un gordito. Como ellos tenían las piernas más ligeras, se nos fueron delante.

Quino – Dicen que en Jerusalén hay un sitio grande donde corren caballos y apuestan mucho dinero.
Tonel – A mí me contaron que hay una plaza en la que juegan al concurso de pichones. ¡Eso tenemos que verlo, Jesús!
Jesús – Yo lo que quiero es llegar de una vez. Óigame, señor, ¿ya estamos cerca de la ciudad?
Viejo – En una hora o así la veremos, muchacho, desde un recodo que hace el camino.
Jesús – ¿Oyeron? ¡Ea, vamos a echar una carrera para ser los primeros!
Viejo – ¡Cuidado con los barrancos, muchachos, el camino es peligroso! ¡Ay, Dios, qué niños éstos más atolondrados!

Cuando llegamos al recodo que llaman de los peregrinos, empezamos a cantar. Jerusalén brillaba ante nuestros ojos. Las torres, las murallas, los palacios y, en medio de todo, el Templo, nos daban la bienvenida. Nosotros, con los cantos antiguos de nuestros abuelos, le deseábamos a la ciudad de David la paz y la felicidad.

José – ¿Qué te parece, Jesús?
Jesús – ¡Yo nunca pensé que pudiera haber tantas casas juntas, papá!
María – ¡Vamos, vamos, que nos dejan atrás!

Fueron unos días muy buenos. Recuerdo que muchos galileos comimos juntos la Pascua en un albergue de Siloé. Jesús curioseó la ciudad de arriba a abajo con sus amigos, se metía por todos los rincones, hablaba con todo el mundo. Yo pensé entonces que, para ser campesino, nos había salido muy espabilado. El día que regresábamos a Galilea pasamos antes por el mercado.

Vendedor – ¡Pulseras, pulseritas, pa’las muchachas bonitas! ¡Señoras, llévense al norte un recuerdo del sur!

Nos quedamos un rato mirando los tenderetes de los vendedores. Creo que fue allí donde Jesús y sus dos amigos se separaron del grupo.

Jesús – ¡Pshh! ¡Oigan, vengan acá!
Tonel – ¿Qué pasa, Jesús, qué pasa?
Jesús – ¿Por qué no nos vamos al Templo? ¡Eh, Quino, ven!
Quino – Sí, sí, buena idea. ¡Corre, corre!

A aquellas primeras horas de la mañana no había tanta vigilancia en el Templo y, por eso, los muchachos encontraron el campo libre.

Jesús – Por ahí se va al altar en donde les cortan el pescuezo a las ovejas. El otro día no dejaban pasar.
Quino – Yo creo que hoy tampoco. Mira ese tipo ahí…
Jesús – ¡Phss! Vamos a escondemos detrás de esas columnas y cuando el guardia pase para el otro lado, nos colamos.

Casi sin darse cuenta, se habían metido ya en el atrio en donde sólo podían entrar los sacerdotes.

Jesús – ¡Pshh! No hagas ruido, Tonel.
Tonel – Mira, ahí está el altar. Vamos a verlo de cerca.
Jesús – Yo quiero tocar la piedra. ¡Vamos!
Quino – ¡Cuidado, Jesús, ahí viene un viejo!

Echaron a correr entre las columnas, pero el sacerdote corrió más que ellos.

Safed – ¡Así los quería atrapar yo! Pero, ¿qué atrevimiento es éste?
Jesús – Es que… es que queríamos ver la piedra.
Safed – ¿De dónde son ustedes, mequetrefes?
Tonel – De Galilea. Vinimos a la fiesta, pero ya nos íbamos.
Quino – Queríamos ver esto. Es muy bonito.
Safed – Sí, es muy bonito, pero no se puede ver. Está prohibido.
Jesús – ¿Y por qué está prohibido?
Safed – Porque aquí sólo pueden entrar los sacerdotes.
Jesús – Ah… ¿Y por qué?
Safed – ¿Cómo que por qué? ¡Qué muchacho más preguntón eres tú! ¿Cómo te llamas?
Jesús – Jesús. Y éste, Quino. Y este otro, Samuel, pero como es tan gordo, le decimos Tonel.
Safed – Y a ustedes, mocosos de Galilea, ¿nadie les ha enseñado que éste es un lugar santo, un lugar santísimo? Aquí sólo pueden entrar los hombres santos.
Jesús – Entonces, ¿usted es un santo?
Safed – ¿Yo? No, yo no, yo soy un gran pecador. ¡Dios mío, misericordia para este pobre pecador!
Jesús – Entonces, ¿cómo usted está en el lugar santo?
Safed – Porque soy sacerdote, hijo.
Tonel – ¿Y los sacerdotes son santos?
Safed – Miren, muchachos, ¿cómo les diría? Hay que distinguir entre la santidad del oficio y la debilidad del oficiante…
Jesús – Ah, ya… Pues yo no distingo.
Safed – Pues hay que distinguir. Les tendría que poner un ejemplo. El rabí Aziel dice que si tomamos una fruta de cáscara amarga… No, no, él dice que si a una fruta le quitamos la cáscara… Bueno, yo no recuerdo bien ahora. Y, además, ¡basta ya! No puedo perder mi tiempo con unos chiquillos como ustedes.

En eso llegó otro sacerdote, más encopetado que el primero…

Sacerdote – ¿Qué es lo que pasa aquí, maestro Safed? Y estos niños, ¿por dónde han entrado?
Safed – Eso es lo que digo yo. No sé por dónde han entrado, pero sí sé por dónde van a salir.
Sacerdote – Pasa a menudo, sí, maestro Safed, pasa con frecuencia. Las criaturas quieren contemplar de cerca la belleza inmaculada de la casa de Dios. ¿Verdad que sí, mis hijos?
Tonel – Sí, queríamos ver.
Sacerdote – Pues miren, hijos, miren. ¡Todo esto es hermoso!
Jesús – Maestro, ¿y qué es lo que hay ahí dentro?

Jesús, con los dedos sucios de tierra, señaló hacia el Santo de los Santos, el lugar más sagrado de aquel enorme edificio que era el Templo de Jerusalén.

Sacerdote – ¿Ahí dentro? ¡Ahí dentro, hijo mío, está la Presencia de Dios!
Tonel – ¡La Presencia de Dios!
Jesús – ¿Y usted ha visto a Dios, maestro?
Sacerdote – No, yo no lo he visto.
Jesús – Entonces, ¿cómo sabe que está ahí?
Sacerdote – Porque está. Es un misterio.
Quino – No lo pueden ver, Jesús. Mi abuelo decía que el que ve a Dios estira la pata.
Jesús – ¿Eso es verdad, maestro?
Sacerdote – Es cierto, hijo. El que ve la cara de Dios se cae muerto.
Jesús – Pues tiene que ser muy feo entonces.
Sacerdote – No, hijo, no digas eso. Dios no es feo ni bonito. Dios no es alto ni bajo, ni fuerte ni enclenque. ¡Dios es espíritu purísimo!
Tonel – ¿Y qué es eso del «pirito purísimo»?
Sacerdote – ¿Espíritu purísimo? ¿Cómo les diría yo? Quiere decir que Dios es intangible, inalterable, inabarcable, inodoro, incoloro…
Tonel – ¡Inodoro!
Sacerdote – …inenarrable, incomprensible, inimaginable, infinito, inconmensurable… ¿Comprendes ahora cómo es Dios?
Tonel – Sí, claro, ya…
Jesús – Maestro, ¿y todas esas cosas que usted ha dicho caben ahí dentro?

En eso llegó otro sacerdote, más estirado que los otros dos…

Sifar – ¿Y esta reunión aquí, qué significa? Se les oye desde la puerta.
Sacerdote – Me alegro que llegue, rabí Sifar. Quiero que conozca a estos niños. Son muy inteligentes. Servirían para nuestra escuela.
Sifar – ¿Ah, sí? ¿Les gustaría venir con nosotros, hijitos?
Quino – ¿Venir a dónde? ¡Nosotros nos vamos a Galilea!
Sifar – Digo venir a la escuela de sacerdotes. Muchos jóvenes acuden a ella. Y llegan a ser dignos servidores del Templo.
Jesús – ¿Y qué es lo que hacen en esa escuela?
Sifar – Meditar de día y de noche las Santas Escrituras.
Tonel – ¡De día y de noche!
Quino – ¿Y para qué hacen eso, maestro?
Sifar – Para conocer mejor a Dios.
Jesús – ¿Y para qué quieren conocerlo tanto?
Sifar – Para entender más su palabra, hijo.
Jesús – ¿Y después?
Sifar – Seguir, seguir meditando. Nunca se termina de entender la Escritura Santa, hijo. Hay que meditar en ella sin reposo.
Sacerdote – Sin embargo, la misma Escritura habla del reposo del justo, rabí.
Safed – Pero no en este caso, maestro Sifar.
Sifar – Pero sí en un caso parecido. ¡Además, esto no tiene nada que ver con la pregunta del niño!
Safed – ¡Sí tiene que ver, sí tiene que ver!

Ya estábamos saliendo por la Puerta del Pescado cuando nos dimos cuenta de que Jesús no iba en la caravana de los galileos.

María – Comadre Elisa, ¿usted ha visto a su muchacho?
Elisa – Ay, no, doña María, yo pensé que andaba con el suyo.
María – Claro que anda con el mío, pero por aquí no está ni uno ni otro.
Elisa – La última vez que yo los vi, estaban también con el hijo de esa señora, ese gordito que le llaman Tonel.
María – ¡Ay, Dios mío, perderse en esta ciudad, con tantos peligros! ¡José! ¡José!
José – Pero, ¿qué bulla te traes tú ahora, María?
María – ¿Jesús va contigo?
José – No, yo pensé que iba contigo.
María – ¡Pues ésos se han quedado en alguna esquina bobeando y se han perdido! El hijo de la comadre Elisa y el de esta señora están con él.
Vecina – ¡Ay, mi Samuel, ay, mi Samuelito!
José – Tranquilícese, señora, si están perdidos ya los encontraremos. Vamos, vamos a desandar el camino. No pueden haber ido lejos.

Mientras la caravana de nuestros paisanos salió de la ciudad rumbo al norte, José y yo y los padres de los otros dos muchachos nos dimos la vuelta para buscar a los niños entre aquel mar de gente. ¡Qué asustada estaba yo con aquella calamidad! José parecía más tranquilo, pero yo creo que era para no alarmarme. Volvimos al mercado, recorrimos una y otra vez las calles por donde habíamos estado y… nada. Ni rastro de ellos. Mientras, los tres sacerdotes seguían alegando con los tres muchachos en el Templo…

Safed – ¡Es la santidad del oficio! ¡Y el niño preguntaba por la debilidad del oficiante!
Sacerdote – ¡Inodoro! ¡Sí! ¡También inodoro! ¡Lo digo y lo repito!
Sifar – ¡Los niños hablan del reposo del justo, no del reposo del impío!

A mediodía, se nos ocurrió entrar en el Templo. Estaba abarrotado de gente. ¿Dónde estarían los muchachos entre aquel mar de peregrinos?

Mujer – ¡Ay, mi Samuelito, mi Samuelito!
María – ¡Lo hemos perdido, José! Esto es como buscar una aguja entre la paja.
José – Cálmate, María. Jesús de tonto no tiene un pelo. El sabría volver a Nazaret solo.
Vieja – Perdónenme la curiosidad, pero, ¿por qué lloran estas señoras?
José – Tres muchachos que son unos demonios, vieja. Los hemos perdido esta mañana cerca de aquí.
Vieja – ¿Y cómo eran los niños?
Mujer – El mío es gordito, muy bien criado, con una túnica verde.
Elisa – Mi Quino tiene el pelo color de la zanahoria.
José – Van con otro que tiene cara de pícaro y medio. Un morenito con la túnica muy sucia.
Vieja – Esos niños… Yo creo haber visto a esos niños por ahí dentro.

Entramos en el atrio de las mujeres y estábamos preguntando a unos y a otros cuando los vimos salir.

Safed – Y no se les ocurra poner otra vez los pies aquí dentro, ¿me oyen? ¡No se les ocurra!
María – ¡Jesús! ¡Hijo!
Mujer – ¡Mi Samuel! ¡Mi Samuel!
María – Pero, Jesús, muchacho, ¿dónde te habías metido? Tu padre y yo buscándote por todas partes.
Jesús – Es que nos pusimos a hablar ahí con esos maestros y…
José – Hablar, ¿verdad? ¿Hablar de qué, demonio? ¡No sabes el susto que le has dado a tu madre!
Jesús – Nos demoramos porque esos maestros no se ponían de acuerdo… Uno que si Dios era así, otro que si era asá.
Tonel – Discutían entre ellos y a nosotros no nos dejaban irnos.
Jesús – ¿Verdad, Tonel, que esa gente le arma a uno un lío? Ellos se ocupan de las cosas de Dios, pero yo creo que no lo conocen. Dios no puede ser como ellos dicen.
María – Pero, Jesús, ¿cómo hablas así de los maestros?
Jesús – Porque así es, mamá. Mira, ellos dicen que…
José – Vamos, vamos, ya está bueno de gastar saliva. ¡Ea, corriendo, que si aligeramos el paso, todavía alcanzamos a la caravana de los galileos!

Y la alcanzamos. Y a los tres días, estábamos de regreso en Nazaret. La vida siguió dando vueltas como el agua en el molino y, a partir de aquel año, Jesús subió a Jerusalén con nosotros cuando llegaba la fiesta de la Pascua. El tiempo pasaba. Y él iba creciendo y haciéndose un hombre. Yo pienso que también iba descubriendo cada vez con más claridad que Dios es, sobre todo, un Padre. Un Padre que está muy cerca de nosotros y que se ocupa de todas nuestras cosas.

Lucas 2,41-50

 Notas

* La Ley de Israel obligaba a que en tres de las cinco fiestas principales del año todos «comparecieran ante Dios» en el Templo de Jerusalén. No estaban obligados los sordos, los idiotas, los niños, los homosexuales, las mujeres, y los esclavos no liberados, los tullidos, los ciegos, los enfermos, y los ancianos, norma que deja ver quiénes eran los más «despreciados» en aquella sociedad, indignos hasta de presentarse ante Dios. Las tres fiestas obligatorias eran la Pascua, las Primicias (Pentecostés) y la Cosecha (las Tiendas). La Pascua era la más popular de las tres. Los pobres que no podían hacer gastos para varias peregrinaciones al año cumplían sobre todo en la Pascua. Aunque las mujeres no estaban obligadas, en Pascua solían participar en el viaje con sus maridos y sus hijos. Las otras dos fiestas anuales eran la Fiesta de las Trompetas, en la séptima luna nueva del año, y el Día de la Expiación. Había otras fiestas menores y cada semana, el descanso del sábado.

* Los textos de la época indican que era a partir de los trece años cuando los niños varones debían ya cumplir con la obligación de peregrinar por Pascua a Jerusalén. Pero era costumbre de los israelitas del interior llevarlos desde los doce años, para que se habituaran al cumplimiento del precepto que les iba a obligar desde el año siguiente. La participación en las fiestas de Pascua con todo el pueblo era una forma de consagrar la «mayoría de edad» del muchacho. A partir de entonces comenzaba realmente a ser un «israelita», pues se entendía que israelita era sinónimo de «el que va a Jerusalén».

* Para las peregrinaciones se organizaban grandes caravanas formadas entre los vecinos de un mismo pueblo, los amigos, los parientes. Así se defendían de uno de los principales peligros del camino: los bandoleros. Se viajaba a pie y cuando se avistaba ya Jerusalén, los peregrinos cantaban los «salmos de las subidas» (Salmos 120 al 134).

* Cuando Jesús fue a Jerusalén por primera vez, a los doce años, aún se estaba terminando de reconstruir el Templo, obra comenzada por el rey Herodes el Grande unos 20 años antes. Para la reconstrucción del Templo se adiestró en albañilería a mil sacerdotes, para que pudieran ser ellos, los consagrados a Dios, los constructores del sagrado edificio. Los materiales que se emplearon fueron de gran calidad: mármoles amarillos, negros y blancos, piedras talladas artísticamente por grandes escultores, maderas de cedro traídas desde el Líbano con las que se hicieron artesonados maravillosos, metales preciosos oro, plata y bronce.

* Por cualquier parte que uno entrara en el Templo atravesaba portones recubiertos de oro y plata. En los atrios o patios que rodeaban el edificio había grandes candelabros de oro y en cualquier rincón se veían objetos sagrados de oro o de plata. La mayor suntuosidad estaba, sobre todo, en el santuario, parte central del Templo. La fachada era de mármol blanco y estaba recubierta de placas de oro del grosor de una moneda de un denario. De las vigas del vestíbulo colgaban gruesas cadenas de oro. Había allí dos mesas: una de mármol finísimo y otra de oro macizo. Desde el vestíbulo del edificio hasta el «Santo» se extendía una parra, en la que los sarmientos eran de oro y a la que se le iban añadiendo racimos de uvas de oro puro.

* El altar del Templo de Jerusalén se llamaba también el «Santo». Era un lugar reservado sólo a los sacerdotes que estaban de turno cada día para ofrecer los sacrificios y constituía una falta gravísima entrar allí. En el «Santo» estaba el candelabro de oro macizo de siete brazos, la mesa donde se conservaban los panes sagrados y el altar del incienso. Separado por un doble velo de este lugar, estaba el llamado «Santo de los Santos», espacio totalmente vacío, de forma cúbica, con paredes recubiertas de oro, donde estaba “la presencia de Dios”. Era un lugar silencioso y oscuro. En él sólo podía entrar el Sumo Sacerdote a quemar incienso una vez en todo el año, el Día de la Expiación, cuando se rogaba a Dios que perdonara los pecados de todo el pueblo. Para los israelitas era el lugar más sagrado de toda la tierra.

* Lucas es el único evangelista que nos ha transmitido el relato de Jesús perdido en el Templo a los doce años. Lucas escribió su evangelio para los extranjeros, para los no judíos, hombres y mujeres con una mentalidad fuertemente influida por la cultura griega. A estos lectores, la «sabiduría» en la relación maestro-discípulo les inspiraba admiración y respeto. Lucas compuso este relato para expresar a sus lectores que Jesús es la Sabiduría de Dios, que su misión fue enseñar el camino de la justicia, que fue el Maestro por excelencia. Así, en este texto, además de dar el dato histórico del primer viaje de Jesús a Jerusalén a los doce años, elaboró un mensaje teológico e hizo una catequesis para lectores griegos. En las restantes páginas de su evangelio Lucas explicará de diversas formas cómo entender esta «sabiduría», no como la entendían los griegos acumulación de cultura, alejamiento del mundo y presentará a Jesús como portador de «otra» sabiduría.