21- LA CALLE DE LOS JAZMINES

Jesús va a visitar a María, la prostituta que trabaja en un burdel de Cafarnaum y que conoció en el río Jordán.

Al otro lado del embarcadero de Cafarnaum, estaba la calle de los jazmines. La gente le había puesto ese nombre porque en aquel rincón del barrio, en casas muy sucias con puertas pintarrajeadas, todo olía a jazmín. Era el perfume que usaban las prostitutas. Jesús había conocido a una de ellas cuando estuvo en el Jordán. Se llamaba María. Había nacido en Magdala y desde hacía unos meses había venido a hacer negocio con los marineros del pueblo… Una noche, Jesús salió de la casa de Pedro y Andrés. Iba solo. Pasó frente al embarcadero, dejó atrás la sinagoga y el mercado y se fue a la calle de los jazmines.

Prostituta- ¡Eh, tú, forastero, entra aquí! Ven, ven… ¡No soy la más joven pero sí la más barata!

Jesús buscó una casucha de adobe y piedras negras, donde le dijeron que vivía María, la magdalena. Empujó la puerta y se encontró en un patio estrecho y húmedo. Varios hombres, en cuclillas, esperaban allí. Todos tenían los ojos clavados en la cortina de cañas tras la cual la joven ramera forcejeaba con un mal cliente.

Magdalena – ¡Lárgate de aquí, qué caray, lárgate y no vuelvas si no tienes dinero! ¡Basura de hombre! ¡Vete con tus porquerías donde otra!
Hombre – ¡Que el infierno te trague, sarnosa!
Magdalena – ¡Que te trague a ti primero, so asqueroso! ¡Puah! ¿A quién le toca ahora?

Un viejo de dientes amarillos se levantó del suelo y avanzó hacia la prostituta. María estaba con la túnica desabrochada y el pelo todo revuelto. La lámpara del patio le iluminaba la cara: una cara muy joven y muy pintada. El viejo la empujó y se enredó con ella detrás de la cortina de cañas.

Hombre – Es una mala perra. ¡Si te descuidas, te muerde!
Viejo – Pero está de una sola pieza. ¡Una hembra que ni el mismo diablo la fabrica mejor!
Hombre – Oye, forastero, ¿cómo te llamas tú?
Jesús – Jesús.
Hombre – ¿Es la primera vez que vienes donde ésta?
Jesús – Sí, es la primera vez.
Hombre – Mira, te doy un consejo: como eres nuevo, te va a pedir cuatro. Págale dos. Si te grita, saca el cuchillo. Estas se aprovechan de los que vienen de fuera, ya sabes. Abre el ojo y no dejes tu ropa al alcance de su mano.

Uno tras otro fueron entrando y saliendo. Jesús se quedó para el final. Al cabo de una hora, no había nadie más en el patio.

Magdalena – Eh, tú, ¿qué te pasa a ti? ¿Entras o no entras? Vamos, vamos, que quiero acabar por hoy, ¡maldita sea con estos marineros!
Jesús – ¡María!
Magdalena – ¿Qué? Oye, ¿quién eres tú?
Jesús – María, ¿no me conoces? ¿No te acuerdas cuando hablamos junto al Jordán, en casa de la vieja que me dio aquellas rosquillas?
Magdalena – ¡Jesús! ¿Tú eres Jesús?
Jesús – Yo mismo. Acerca la lámpara…
Magdalena – Es que una conoce a tantos hombres… Y… ¿y qué haces tú por aquí?
Jesús – Llevo unos días en Cafarnaum. Vine a visitar a los amigos.
Magdalena – Ah, claro, me hablaron de un tipo nuevo que había llegado al pueblo, un campesino medio albañil o medio carpintero… pero lo más lejos que tenía yo era que fueras tú. Ven, entra, no te quedes ahí en el patio. ¡Caramba, me alegro de volver a verte!
Jesús – Yo también, María. Ayer me dijeron donde vivías y por eso vine.
Magdalena – ¿Y qué? ¿Trabajando en el muelle, en el mercado o dónde?
Jesús – Bah, haciendo algún trabajito aquí y otro allá. Si se te hunde el techo o se te rompe la escalera, avísame. Si necesitas herraduras, también.
Magdalena – ¿Y dónde estás viviendo, oye?
Jesús – Ahí, en el barrio de los pescadores. Con los amigos que conocí en el Jordán, ¿te acuerdas?
Magdalena – ¿Con Pedro, Santiago y esos tipos?
Jesús – Sí, somos buenos amigos.
Magdalena – ¡Pues qué amigos te has echado! Ya te lo dije: si los ves por esta esquina, dobla por la otra. Si te ofrecen cuatro, te dan dos. Y si te ofrecen dos, nada. Hablar mucho, eso es lo que saben. ¡Yo los conozco bien a todos!
Jesús – Bueno, déjalos tranquilos a ellos. Yo vine a saludarte a ti. Me dijeron que vivías por acá.
Magdalena – Sí, bueno, disculpa, con la sorpresa me olvidé del trabajo. Me voy quitando la ropa, espera…
Jesús – No, no, María, no vine a eso.
Magdalena – ¿Cómo?
Jesús – Que no vine a eso. Vine a saludarte.
Magdalena – Claro, no tienes dinero. Lo que dicen todos. Está bien, no te preocupes. Ya me lo pagarás después.
Jesús – No, María, te digo que no vine a eso.
Magdalena – Está bien, está bien. Me caíste simpático desde que te vi allá en el río. Por esta vez no te cobraré nada. Pero para la próxima, lo siento. Yo vivo de esto, ¿sabes? Si me pongo a hacer rebajas con todos, no gano ni para el sebo de la lámpara. El negocio es el negocio, ¿no te parece?
Jesús – Pero, María, te digo que he venido a saludarte simplemente. A conversar un rato contigo. ¿No me crees?
Magdalena – Ningún hombre entra por esa puerta a “saludarme simplemente”. ¿Qué es lo que quieres tú? ¿Qué has venido a buscar?
Jesús – Nada, mujer, a conversar un rato.
Magdalena – Oye, paisano, ¿qué pasa contigo, eh?
Jesús – Eso digo yo. ¿Qué pasa contigo, María? Vengo a visitarte y me recibes peor que a un policía de la escolta de Herodes.
Magdalena – Vamos, vamos, ponte claro y desembucha. ¿Qué es lo que quieres de mí?
Jesús – Bueno, si te molesta que haya venido… me voy.
Magdalena – No, no te vayas, pero… es que no sé…
Jesús – Vamos, abróchate la túnica de una vez y siéntate. Dime, ¿cómo te ha ido desde que nos vimos allá en el Jordán?… ¿Qué pasa, María, te has quedado muda? ¿O es que tienes miedo? Mira, no traigo puñal ni tampoco sé donde escondes tus monedas… María…
Magdalena – ¿Qué?
Jesús – No, nada. Lará, lará, larí… ¿Conoces esa música? Es lo que cantan en mi pueblo cuando van a cortar el trigo y… Ya veo que no la conoces. Escucha esta otra: lará la, lalaá, lá… Esta la cantan en la vendimia cuando están pisando la uva. Tampoco te suena mucho, ¿verdad? Oye, tú que llevas más tiempo en la ciudad, ¿dónde puedo yo encontrar un zapatero, barato pero bueno, que me haga un par de sandalias? Porque estas mías ya tienen las correas podridas y… Mira, fíjate qué agujeros… ¡por ahí pasa un camello con joroba y todo! Por eso te preguntaba si tú conoces a un… ¿Sabes una cosa, María? A mi madre le gustaron muchísimo las rosquillas de miel que me dio aquella paisana de Betabara, ¿te acuerdas? Sí, hombre, aquella vieja amiga tuya… ¿cómo se llamaba? Espérate, que lo tengo en la punta de la lengua… Sinforiana. No, Sinforiana no… ¡Sinforosa!
Magdalena – Qué Sinforiana ni Sinforosa. Se llamaba Rut.
Jesús – Rut, eso, Rut. Ya decía yo que comenzaba con erre…
Magdalena – ¡Ay, caramba, el río Jordán! Qué lástima, ¿verdad?
Jesús – ¿El qué, María?
Magdalena – Eso, que todo haya acabado como acabó. ¿Has sabido algo del profeta Juan?
Jesús – No, no se sabe nada nuevo. Que sigue preso. Que Herodes no se atreve a soltarlo por miedo a su mujer ni tampoco se atreve a matarlo por miedo al pueblo.
Magdalena – ¡Qué asco de vida! Los profetas en la cárcel y los canallas sentados en el trono.
Jesús – Era un buen tipo ese Juan, ¿verdad?
Magdalena – ¿Un buen tipo? Di mejor: un buen tonto. “Viene el Reino de Dios, viene el Mesías”. Y los que vinieron fueron los soldados y se lo llevaron preso y le taparon la boca.
Jesús – Él tiró una semilla. Detrás viene otro a regarla. Y detrás, otro a cosecharla.
Magdalena – Tú debes ser medio tonto como el profeta, ¿verdad?
Jesús – ¿Qué crees, María? ¿Habrá algún día justicia en esta tierra?
Magdalena – ¿Cómo dices?
Jesús – Que si llegará algún día esa justicia que el profeta Juan anunciaba.
Magdalena – No lo sé ni me interesa. De cualquier manera, nosotras seremos las últimas de la cola.
Jesús – ¿De qué cola?
Magdalena – Para entrar en ese Reino del Mesías que hablan ustedes. Dicen que Dios se tapa la nariz cuando una, como yo, pasa frente a la sinagoga. Oye, espérate, que se me está apagando la luz del patio. Déjame echarle un poco más de aceite.
Jesús – ¿Te pasas la noche con la lámpara encendida?
Magdalena – ¿Y qué remedio? Si ven la casa oscura no entran. Y como está de cara la vida, no se le puede decir que no a los clientes ni aunque vengan de madrugada. Ya ves, toda la noche esperando a que venga un asqueroso a babearte encima. ¿Por qué te quedas callado?
Jesús – No, estaba pensando… Quizás tú estás mejor preparada que nadie.
Magdalena – ¿Preparada para qué?
Jesús – Nada, tonterías mías. Escucha, María, cuando yo era muchacho, allá en Nazaret, le tenía miedo a los ladrones. Imagínate, ahora me río: ¿qué nos iban a robar a mis padres y a mí en aquella choza? Nada, dos cacharros viejos. Pero yo les tenía miedo. Y a veces me pasaba la noche con un ojo abierto, vigilando al ladrón.
Magdalena- ¿Y a qué viene eso?
Jesús – Que una noche pensé: Dios debe ser como un ladrón, que llega cuando uno menos lo espera. Lo importante es que la casa no esté oscura para que él pueda encontrar la puerta. Y aquel día le dije a mi madre que no apagara la lámpara en toda la noche, por si acaso Dios llegaba.
Magdalena – ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
Jesús – No apagues la lámpara, María. A lo mejor, en el momento menos pensado, viene alguien que no esperabas.
Magdalena – Pues mira, tú has venido hoy y no te esperaba.
Jesús – Y ya voy despidiéndome. Se me hace tarde.
Magdalena – No te vayas. Es temprano todavía.
Jesús – Para ti siempre es temprano. Pero yo tengo que madrugar para arreglar una reja de arado.
Magdalena – ¿De verdad que… que sólo viniste a… a hablar conmigo?
Jesús – Sí. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Te molesta que haya venido?
Magdalena – No, no… Lo que pasa es que… Desde que llegué a esta cochina ciudad nadie…
Jesús – ¿Nadie qué?
Magdalena – Eso, que nadie había venido a hablar conmigo… a saludarme.
Jesús – Bueno, será que no te conocen todavía.
Magdalena – O que ya me conocen demasiado.
Jesús – Adiós, María. Que puedas descansar un poco.
Magdalena – Espera, Jesús. ¿Te vas a quedar mucho tiempo en Cafarnaum?
Jesús – No lo sé todavía. A lo mejor…
Magdalena – ¿Volverás por aquí?
Jesús – Claro que sí, mujer. Y cuando vuelva, espero que tengas la lámpara encendida. ¡Adiós, María, hasta otro rato!

María vio cómo Jesús se alejaba por la oscura callejuela, la calle de los jazmines, como la gente decía. Después, regresó al cuarto, se arregló las pinturas de la cara y se tumbó en la estera del suelo, esperando. Aquella noche no vino nadie más. Pero la lámpara quedó encendida hasta que los gallos de Cafarnaum anunciaron el nuevo día.

 Notas

* No sólo por la “impureza” de su oficio, sino por su condición, una de las más bajas en la sociedad de tiempos de Jesús, las prostitutas eran mujeres marginadas y despreciadas por todos. No por Jesús, que habló de ellas poniéndolas por modelo de apertura al mensaje liberador y, por esto, primeras destinatarias del Reino de Dios (Mateo 21, 31). Las palabras de Jesús y su actitud positiva hacia las prostitutas constituyeron un gravísimo escándalo para las personas religiosas de su tiempo.

* Jesús no sólo dijo que Dios abre privilegiadamente las puertas de su Reino a las prostitutas, sino que se acercó especialmente a una de ellas, a María, la magdalena. La condición de María y la relevancia que le dan los evangelios han dado origen en algunas novelas y películas a una interpretación de su relación con Jesús como la de un enamoramiento frustrado. Sin entrar o salir de esta hipótesis, sin más base que la imaginación literaria, lo más importante es la enorme capacidad que tendría Jesús para hacerse amigo y dar esperanza a unas mujeres que, al ser objeto del desprecio de todos, se menospreciaban también a sí mismas. Al actuar así, Jesús cumplía la promesa de los profetas: Dios sale a buscar a los perdidos (Ezequiel 34, 16).

3. En tiempos de Jesús las casas se iluminaban con lámparas de aceite. Se hacían habitualmente de arcilla y tenían dos aberturas, una para colocar la mecha y otra para echar el aceite. Las lámparas ardían con frecuencia toda la noche, con el fin de alejar los malos espíritus. Se han encontrado muchas de estas lámparas en el interior de las sepulturas de la época.