36- TAN PEQUEÑO COMO MINGO

Los niños y niñas de Pedro y Rufina hacen bulla, desesperan. Jesús juega con ellos y los pone adelante en el Reino de Dios.

Canilla – ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Espérate!
Jesús – ¿Qué pasa, Canilla?
Canilla – Jesús, hazme el truco de los tres dedos.
Jesús – ¿Otra vez? Pero si ya te lo hice ayer.
Canilla – Se me olvidó.
Jesús – Te lo hago mañana.
Canilla – No, no, ahora.
Jesús – Bueno, pero fíjate bien, para que lo aprendas. El gordo lo escondes así. El meñique lo tuerces hacia acá y…
Canilla – ¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! Mira… ¿lo hago bien?
Jesús – Mejor que yo. Anda, ve y enséñaselo a Nino, que él no lo sabe.
Canilla – Sí, se lo voy a enseñar a Nino.
Jesús – Y por la tarde, ven con él a casa de Pedro, que hoy me voy a enterar yo si ustedes están aprendiendo a juntar las letras en la sinagoga.
Canilla – ¡Adiós, Jesús!
Jesús – ¡Adiós, Canilla!

Yo creo que en poco tiempo los muchachos de Cafarnaum se hicieron amigos de Jesús. Andaban siempre tras él para que les enseñara algún truco o les contara una historia. Allá los niños se pasaban casi todo el día correteando en la calle. El rabino los reunía sólo una vez a la semana para enseñarles a leer, y el resto del tiempo se les iba en jugar y hacer diabluras. En casa de Pedro y Rufina ocurría lo mismo.

Mingo – ¡Peludo, cochino, peludo, cochino, peludo, cochino…!

Sus cuatro muchachos alborotaban desde la mañana hasta la noche y nunca faltaban los llantos, las risas y los pescozones. Rufina se pasaba el día del fogón al patio y del patio al fogón, batallando con ellos. La vieja Rufa también andaba en esos trajines. Y cuando Pedro volvía de la pesca, siempre se encontraba con alguna sorpresa.

Pedro – ¿Qué, mujer? ¿Cómo se han portado hoy?
Rufina – Muy mal. Como siempre. Simoncito le abrió la cabeza a Mingo con el hierro ése.
Pedro – ¿Que le abrió la cabeza? Y tú, ¿qué hiciste?
Rufina – ¿Y qué voy a hacer? Pues echarle agua del lago y ponerle encima una telaraña. Ay, Pedro, yo no sé cómo estos muchachos no se matan.
Pedro – Ellos no se matan, no, pero nos van a matar a nosotros. Maldita sea con estos mocosos. ¡Sito! ¡Sito, ven acá!
Rufina – No le hagas nada, Pedro. La abuela ya le dio una buena tunda. Déjalo ya.
Pedro – Tienen que aprender, Rufina. Si no los enderezamos a tiempo…
Rufina – Pero si todavía son tan pequeños… Da igual que vayan derechos o torcidos.
Pedro – ¡Sito, te dije que vinieras acá!
Rufina – Mira, mejor que pegarle, sácale los piojos, que a mamá no le ha dado tiempo y debe tener la cabeza llenita.

Un día, como muchos otros días, las tres niñas de mi hermano Santiago habían ido a jugar con los muchachos de Pedro y Rufina. Cuando se juntaban los siete, el patio de la casa del viejo Jonás parecía el lago de Galilea cuando hay tormenta.

Simoncito – ¡Ahora yo me río y todos ustedes lloran! ¡Ja, jo, ja, jo!
Niña – ¡Ahora, al revés! ¡Yo lloro y ustedes se ríen! ¡Buuuh… Buuuh!
Mila – Ya estoy aburrida. ¡Vamos a jugar a otra cosa, Sito!
Mingo – ¡A los soldados!
Simoncito – ¡Sí, vamos a jugar a los soldados!
Niña – ¿Y nosotras?
Simoncito – Mila y tú son leones. ¡Vamos a buscar las espadas!
Niña – ¿Y yo, qué soy?
Simoncito – ¡Otro león! ¡Las espadas, las espadas!

Al cabo de un rato, a media tarde, Jesús llegó a casa de Pedro.

Jesús – ¿Cómo estamos, Rufina?
Rufina – Aquí Jesús, en el fogón. Como siempre.
Jesús – ¡Hummm! ¡Qué bien huele esta sopa!
Rufina – Si quieres quedarte a comer, enseguida estará. Con estos muchachos todo se retrasa. Ahora Rubén está con diarreas y me tiene todo embarrado, mira…
Jesús – Deben ser lombrices.
Rufina – Sí, qué va a ser si no. Pero, cuando no son las lombrices son las vomiteras. ¡No se acaba nunca! Bueno, ¿qué, Jesús?, ¿te quedas a cenar?
Jesús – No, Rufina, gracias. Yo venía a buscar unas varas que Pedro me guardó por aquí. Voy a hacer un trabajito con ellas. ¿Usted sabe dónde me las puso?
Rufina – Ay, Jesús, si yo no sé ni dónde tengo puesta la cabeza. Yo las vi ayer, pero… qué sé yo dónde andarán ahora. Pregúntale a Pedro.

Jesús encontró a Pedro, buscando y rebuscando las varas, en un rincón del patio…

Pedro – ¡Pero si estaban por aquí! ¡Si yo las puse aquí!
Jesús – Quería aprovechar ahora para hacer el arreglito ése que me pidió la comadre de al lado. Antes que se haga de noche…
Pedro – Sí, claro… Pero, ¿dónde diablos están esas varas? ¡Rufina!
Rufina – ¡A mí no me preguntes, Pedro, yo no sé!
Niña – ¡Ay, ay, ay!
Simoncito – ¡Te maté, te maté!
Niña – ¡Ay, ay, tío Pedro, mira a Sito! ¡Tío Pedro!
Pedro – ¡Maldita sea con estos niños! ¡Simoncito!
Jesús – Le sale sangre, Pedro, mira…
Pedro – ¡Rufina! ¡Rufina, corre! ¡Simoncito, ven inmediatamente! ¡Mira dónde estaban tus varas, Jesús! ¡Y las han roto todas! A ver, ¿quién le dio permiso a usted para agarrar esas varas, eh, quién le dio permiso?
Simoncito – Eran las espadas, papá…
Pedro – Las espadas, ¿eh? ¿Y para qué quería usted esas espadas?
Simoncito – Para matar leones. Ella era el león.
Pedro – ¡Esas varas no eran de ustedes, maldita sea! Eran de Jesús y las necesita para trabajar. ¡A ver, bájese el calzón enseguida! ¡Y usted también, Mingo, las nalgas al aire!
Rufina – No le pegues, Pedro, es muy pequeño…
Pedro – Sí, muy pequeño para pegarle, pero mira las sinvergüencerías que hace. Rufina, llévate las niñas a casa de Santiago. ¡Al diablo con estos muchachos! ¡Toma! ¡A ver si aprenden a respetar lo que no es suyo, caramba!
Jesús – Pedro…
Pedro – ¡Condenado! ¡Desobediente! ¡Atrevido!
Jesús – Pedro, déjalo ya…
Pedro – ¡Mala hierba! ¡Empedernido!
Jesús – Pedro, por Dios, yo puedo buscar otras varas…
Pedro – ¡Tú, cállate también, Jesús! ¡A estos muchachos hay que enseñarles!
Mingo – ¡Ay, ay, ay, ayyy!
Pedro – Y ahora se van a quedar aquí los dos, de rodillas sobre estas piedras hasta que yo les diga. ¿Me oyeron? ¿Me oyeron bien?
Simoncito – Papá, perdónanos… Me da miedo… Está oscuro… Perdónanos…
Pedro – ¿Les da miedo, eh? ¡Pues ya se pueden orinar de miedo, que ahí se van a quedar hasta que les diga! ¡Y prepárense, que si se mueven, va a venir la bruja Culeca con un pincho que tiene, miren bien, un pincho así de largo, y los engancha a los dos por la rabadilla y se los lleva al fondo del lago!
Rufina – ¡No los asustes, Pedro! ¡Caramba contigo, también tú tienes cada cosa!

Pedro dejó a Simoncito y a Mingo en el patio, castigados de rodillas sobre las piedras, y entró en la casa. Jesús estaba junto a Rufina en el fogón.

Pedro – ¡Uff! Lo siento, Jesús, te han estropeado tu trabajo. Yo te conseguiré otras varas.
Jesús – No te preocupes, Pedro. Yo lo siento más por ellos. Les has pegado muy duro. Y son niños.
Pedro – Sí, son niños, pero mira lo que hacen. Nada, nada, no los defiendas.
Jesús – Perdónalos, hombre. Si no lo hicieron por malo…
Pedro – No lo harán por malo, pero lo hacen, que es lo que importa.
Rufina – Sí, Pedro, hazle caso a Jesús y diles que entren. Ahí fuera van a agarrar un resfrío. Anda, perdónalos. Diles que vengan a tomarse la sopa ya.
Jesús – Vamos, Pedro, ablándate. No seas tan duro con los muchachos.

Pedro terminó ablandándose y los perdonó. Era la hora de la sopa y Simoncito no paraba de reír contándole a su padre el juego de los leones…

Simoncito – Y entonces, papá… Mila hizo “grrr”… y Mingo la agarró por el rabo y…
Jesús – ¿Ves, Pedro? Ya se les olvidó el castigo que les pusiste. Los muchachos son así, olvidan. Y también perdonan enseguida. Eso es lo bueno que tienen.

En mi país, los niños y las niñas apenas contaban para nada, ésa es la verdad. Les enseñaban cuatro cosas, les pegaban por todo y los mayores casi nunca conversábamos con ellos ni les pedíamos su opinión. Los niños sólo valían porque iban a crecer y entonces podrían trabajar. Para Jesús no. Él supo ver algo muy grande en los pequeños.

Cuando Jesús iba por casa de Pedro le gustaba conversar con los muchachos. Se sentaba en el patio, debajo del limonero y al poco rato, los niños de Pedro y los de los vecinos y las niñas de Santiago venían corriendo a que les hiciera cuentos. Aquel día, Jesús les estaba enseñando trabalenguas.

Jesús – Y éste es más difícil todavía. Oigan bien: No hay quien ayude a Moncho a decir tres veces ocho: ocho, corcho, troncho y caña, caña, troncho, corcho y ocho.
Simoncito – ¡Uy, qué difícil! ¡Jesús, dilo otra vez!
Niña – Ese no es difícil. Yo me lo sé ya. No hay quien ayude a Moncho a decir… ¿A decir qué, Jesús?
Jesús – Lo voy a repetir despacio. Atiendan bien: No hay quien ayude a Moncho a decir tres veces ocho…

Yo no sé de qué mañas se valía Jesús para ganarse a los muchachos. Me parece que él se hacía un poco como ellos y jugaba con aquellos mequetrefes como si fuera uno más. Cuando aquel día Pedro y Andrés volvieron de pescar y se asomaron por la ventana, el patio de la casa parecía un enjambre de abejas. Los niños eran tantos que no les dejaban ver dónde estaba Jesús.

Rufina – Digo yo que por qué este Jesús no se habrá casado para tener muchachos suyos. Tiene muy buena mano con ellos. Mira, hace un buen rato que andan ahí embobados. ¡Les cuenta cada cosa!
Pedro – Pues se van a desembobar ahora mismo. Tenemos que ir a arreglar un asunto a casa del viejo Zebedeo. Y Jesús tiene que venir con nosotros. ¡Eh, eh, los muchachos! ¡Vamos, fuera de aquí todos! ¡No molesten más! Que hay mucho que hacer, ¡vamos, fuera!
Jesús – Pero, Pedro, si los muchachos están tranquilos. Déjalos aquí conmigo.
Simoncito – ¡Papá, papá! A que tú no sabes decir esto: No hay quien ayude a Moncho a decir tres veces ocho: ocho, corcho, tronco y caña, caña, troncho, corcho y ocho.
Pedro – ¿Y para qué voy a decir eso, eh?
Simoncito – ¡No sabes, no sabes! ¡Papá no sabe!
Pedro – ¿Que no sé? Pero si es muy fácil. Verás: No hay quien ayude a Moncho a decir tres veces ocho: concho, ocho caña y coño…
Jesús – ¡No sabes, Pedro, no sabes!

Y cuando cayó la noche…

Pedro – ¡Demonios, tú tienes más paciencia con los niños que el santo Job!
Jesús – La verdad es que me gustan los muchachos, Pedro.
Pedro – Sí, claro, porque no son tuyos. Si los tuvieras que soportar hoy y mañana y pasado mañana, otro gallo cantaría.
Jesús – Pero, Pedro…
Pedro – Sí, ya lo sé, son unos mocosos todavía y…
Jesús – Y eso es lo mejor que tienen. Que son pequeños y no se hacen más grandes de lo que son y están contentos siendo pequeños. Los mayores no somos así. Nos creemos importantes, nos ponemos serios, nos rompemos la cabeza discutiendo los grandes problemas del mundo. Y mientras tanto, mira a éste, durmiendo a pierna suelta…
Rufina – Es que está rendido, Jesús. Se ha quedado dormido mamando.
Jesús – Míralo qué bien está con su madre, Pedro. Ahí en sus brazos no tiene miedo a nada, ni siquiera a tus regaños. A veces, me digo que la puerta del Reino de Dios debe ser también pequeña, una puertecita así, para que sólo los niños y las niñas puedan entrar por ella. Y nosotros, los mayores, tendremos que doblar el pescuezo y agacharnos y dejar fuera el orgullo, el rencor, el miedo, todas esas cosas. Sí, tendremos que hacernos pequeños como Mingo… o como Simoncito… o como Mila para que nos dejen pasar por esa puerta.

Antes de irse a dormir, Jesús acarició a Mingo, lo cargó un momento en sus brazos y le dio un beso. Y Mingo, sin enterarse, siguió durmiendo en el regazo de su madre.

Mateo 19,13-15; Marcos 10,13-16; Lucas 18,15-17.
Mateo 18,1-5; Marcos 9,33-37; Lucas 9,46-48.

 Notas

* En el ambiente en que vivió Jesús, los niños valían muy poco y las niñas aún menos. De las niñas se decía que eran “un tesoro ilusorio”. Los hijos se consideraban como una bendición de Dios, pero su importancia no era real hasta que no llegaban a la mayoría de edad. Desde el punto de vista de las leyes y de las obligaciones y derechos religiosos, el poco valor de los pequeños se describía incluyendo a los niños en esta fórmula, habitual en los escritos de la época: “sordomudos, idiotas y menores de edad”. También aparecían citados junto a los ancianos, enfermos, esclavos, mujeres, tullidos, homosexuales y ciegos. Al igual que Jesús tuvo una actitud auténticamente revolucionaria con las mujeres, su actitud con los niños resultó sorprendente en su sociedad y en su tiempo. Los hizo destinatarios privilegiados del Reino de Dios en cuanto niños, dando a entender que los pequeños están más cerca de Dios que los adultos. Para él tuvieron valor no por lo que iban a ser de mayores, sino por lo que ya eran. La actitud de Jesús no tiene precedente en las tradiciones de sus antepasados.

* Cuando Jesús habló a los adultos y les dijo que para entrar en el Reino de Dios tenían que hacerse como niños, no se estaba refiriendo a recobrar la pureza de los niños, entendiendo la pureza como castidad. La idea de que el niño es más puro que el adulto era ajena al pensamiento israelita. Jesús se refería a la actitud de confianza que se debe tener ante Dios, que es Padre.