57- CINCO PANES Y DOS PECES

Jesús habla a la multitud en Betsaida. Como se hace tarde, invita a todos a compartir la comida que han traído. Alcanza y sobra.

Cuando el rey Herodes mató al profeta Juan en Maqueronte, la gente se llenó de miedo y de rabia. Nosotros estábamos entonces en Jerusalén. Al saber lo que había pasado, regresamos de prisa a Galilea por el camino de las montañas.

Natanael – ¡Ay, Felipe, ya no puedo más… tengo los pies así de hinchados!
Felipe – No te quejes tanto, Nata, que ya falta poco.
Natanael – ¿Cómo que poco, si todavía no hemos llegado a Magdala?
Felipe – No, hombre, digo que falta poco para que nos corten el pescuezo como a Juan el bautizador. ¡Entonces, ya no te dolerán más los callos!
Natanael – Si es un chiste, no le encuentro la gracia.

Al fin, después de muchas horas de camino…

Juan – ¡Eh, compañeros, ya se ve Cafarnaum! ¡Miren allá!
Pedro – ¡Que viva nuestro lago de Galilea!
Felipe – ¡Y que vivan estos trece chiflados que vuelven a mojarse las patas en él!

Después de tres días de camino, regresábamos a casa. A pesar del cansancio, íbamos contentos. Como siempre, Pedro y yo echamos a correr en la última milla, a ver quién llegaba antes.

Juan – ¡Condenado tirapiedras, no vas a ser el primero esta vez!
Pedro – Eso te crees tú… ¡Ya estamos aquí, ya estamos aquí!

Cuando llegamos a Cafarnaum, la familia de Pedro, la nuestra y la mitad del barrio salió a darnos la bienvenida y a enterarse de cómo estaban las cosas por allá, por Jerusalén.

Vecino – Oye, Pedro, ¿y es verdad lo que dicen que Poncio Pilato se robó otra vez dinero del templo para su maldito acueducto?
Pedro – ¡Si fuera eso solamente! Las cárceles están llenas. Desde el atrio del templo se oyen los gritos de los que están torturando en la Torre Antonia.
Mujer – ¡Canallas!
Juan – Antes de salir nosotros, crucificaron a diez zelotes más. ¡Diez muchachones llenos de vida y con ganas de luchar!
Zebedeo – Pues por acá las cosas tampoco andan mejor.
Pedro – ¿Qué? ¿Ha habido problemas?
Zebedeo – Sí. Se llevaron presos a Lino y a Manasés. Y al hijo del viejo Sixto.
Salomé – Al marido de tu comadre Cloe lo andaban buscando y ha tenido que esconderse por las cuevas de los leprosos. Fue Gedeón, el saduceo, el que lo denunció.
Juan – ¡Ese traidor!
Vecino – Un grupo de herreros protestó por el último impuesto del bronce y, ¡zas!, todos al cuartel.
Salomé – ¡Y todos golpeados!
Zebedeo – De eso hace ya seis días y todavía no los sueltan.
Salomé – Bueno, yo creo que hay más gente en la cárcel que en la calle.
Jesús – ¿Y las familias de los presos?
Zebedeo – Ya te puedes imaginar, Jesús. Pasando hambre. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Entre los mendigos y los campesinos que perdieron la cosecha y ahora los hijos de los presos, Cafarnaum está que da lástima.
Juan – Tenemos que hacer algo, Jesús. No podemos cruzarnos de brazos.
Felipe – Eso digo yo. Fuimos a Jerusalén, volvimos de Jerusalén. ¿Y ahora qué?
Pedro – Ahora estamos los trece juntos. Podemos pensar un plan entre todos.
Salomé – No te pongas a alborotar mucho, Pedro, si no quieres que te cuelguen de un palo. La policía de Herodes ve a cuatro en la taberna y ya dice que están conspirando y se los llevan.
Jesús – Pues vámonos fuera de la ciudad para no levantar sospechas. Sí, eso, mañana podemos salir a dar una vuelta y buscamos un lugar tranquilo y hablamos de todo esto. ¿De acuerdo?
Natanael – Mañana, sí, mañana por la mañana. Y si es por la tarde, mejor. Que yo estoy que no doy un paso más. ¡Ay, mi abuela, tengo los riñones hechos polvo!

Al día siguiente, por la tarde, Santiago le pidió al viejo Gaspar su barcaza grande. En ella cabíamos los trece. Remamos en dirección a Betsaida. Con la primavera, la orilla del lago estaba cubierta de flores y la hierba era muy verde.

Juan – Eh, tú, Pedro, ¿no trajiste algunas aceitunas para engañar la tripa?
Pedro – ¡Aceitunas y pan! ¡Agarra!
Felipe – Oigan, ¿y esa gente que está allá en la costa? ¿Qué pasará?
Juan – Seguramente algún ahogado. El mar se pica mucho en estos recodos.
Hombre – ¡Eh, ustedes, los de la barca, vengan acá! ¡Vengan!
Natanael – Me parece que los ahogados vamos a ser nosotros. Mira, Pedro, ésos que están haciendo señas no son los mellizos de la casa grande?
Pedro – Sí, ellos mismos… ¿Y cómo están aquí?
Juan – Habrán venido a pie desde Cafarnaum. Seguramente el viejo Gaspar les dijo que salíamos hacia acá. Y han llegado primero que nosotros.
Mujer – ¡Pedro! ¿No viene con ustedes Jesús?
Pedro – ¡Sí! ¿Qué pasa con él?
Hombre – ¡Con él y con ustedes! Las cosas andan mal en Cafarnaum. ¿No les han contado ya?
Mujer – ¡Estamos pasando hambre! ¡Nuestros maridos presos y nosotros sin un pan que dar a los muchachos!
Hombre – ¡Y los que andamos sueltos no hallamos dónde ganarnos un cochino denario! ¡No hay trabajo ni para Dios que se siente en la plaza!
Pedro – ¿Y qué podemos hacer nosotros, si estamos punto menos que ustedes?
Hombre – ¡Vengan, vengan, amarren la barca aquí! ¡Vengan!
Juan – Oye, Jesús, ¿no sería mejor enfilar para otro lado? ¡Hay demasiada gente!
Jesús – Es que el pueblo está desesperado, Juan. La gente no sabe ni qué hacer ni para dónde tirar, como cuando un rebaño se queda sin pastor.

Eran muchos esperándonos en la orilla. Algunos vinieron de Betsaida. Otros, del caserío de Dalmanuta. Y también llegaron bastantes desde Cafarnaum.

Hombre – Ustedes siempre dicen que las cosas van a mejorar, que vamos a levantar por fin la cabeza… ¡y, mira tú, cuando la levantó el profeta Juan, se la cortaron!
Mujer – Ya no tenemos a nadie que responda por nosotros. ¿Qué esperanza nos queda, eh? ¡Estamos perdidos!
Jesús – No, doña Ana, no diga eso. Dios no va a dejarnos desamparados. Si le pedimos, él nos dará. Si buscamos una salida, la encontraremos. ¿No supieron lo que hizo Bartolo el otro día, cuando le llegaron unos parientes suyos a medianoche?
Hombre – ¿Bartolo? ¿Qué Bartolo?
Jesús – Bartolo, hombre, el que antes daba aquellos gritos en la sinagoga, ¿no se acuerdan?
Mujer – Ah, sí, ¿y qué le pasó a ese bandido?
Jesús – Que para no perder la costumbre, siguió gritando. Pero el pobre, ¿qué otra cosa podía hacer?

Jesús, como siempre, acababa haciendo historias para darse a entender mejor. Poco a poco, todos nos fuimos sentando. Había mucha hierba en aquel lugar.

Jesús – Pues miren, resulta que la otra noche vinieron sus parientes de visita y Bartolo no tenía nada en la cazuela para ofrecerles. Entonces va donde el vecino: Vecino, ábreme, ¡tun, tun, tun! Vecino, ¿no te sobró algún pan de la cena?… Pero el otro ya estaba roncando. ¡Tun, tun, tun! ¡Vecino, por favor!… Dice el otro desde la cama: ¡Déjame en paz! ¿No ves que estoy acostado con mis hijos y mi mujer?… Pero Bartolo seguía dale que dale, llamando a la puerta. Y el uno que no me molestes, y el otro que préstame tres panes. En fin, que primero se cansó el vecino que Bartolo. Y se levantó y le dio los panes que pedía para quitárselo de encima.
Mujer – Bueno, ¿y con eso qué?
Jesús – Que así pasa con Dios. Si llamamos, él acabará abriéndonos la puerta. Y nos ayudará a salir adelante a pesar de todas las dificultades que tenemos ahora. ¿No creen ustedes?

Cuando Jesús acabó de contar aquella historia, una mujer flaca, con una cesta de higos en la cabeza y un delantal muy sucio, se acercó a nosotros.

Melania – Ustedes perdonen, yo soy una mujer bruta, pero… no sé, yo pienso que la cosa también pasa al revés. Muchas veces, el que toca a la puerta es Dios. Y nosotros somos los que estamos acostados, durmiendo a pierna suelta. Y viene Dios y nos aporrea la puerta para que le demos el pan que nos sobra a los que no lo tienen.

Las palabras de Melania, la vendedora de higos, nos sorprendieron a todos.

Melania – ¿No es verdad lo que digo, paisanos? Pedirle a Dios, sí, eso es bueno. Pero del cielo, que yo sepa, ya no llueve pan. Eso dicen que era antes, cuando nuestros abuelos iban caminando por aquel desierto. Pero ahora ya no pasan esos milagros.
Jesús – Esta mujer tiene razón. Escuchen, amigos: la situación está mala. Hay muchas familias pasando hambre en Cafarnaum y en Betsaida y en toda Galilea. Pero, si nos uniéramos, si pusiéramos lo poco que tenemos en común, las cosas irían mejor, ¿no les parece?
Juan – A mí lo que me parece, Jesús, es que ya es muy tarde. Ve cortando el hilo y vámonos ya. Eh, amigos, ya es un poco tarde, ¿no? Nosotros volvemos a Cafarnaum…
Hombre – No, no, ahora no pueden irse. Tenemos que discutir lo de las mujeres de los presos y qué van a comer los que andan sin trabajo.
Pedro – Deja eso para otro día, mellizo. Se está haciendo oscuro y, a la verdad… ustedes deben tener la tripa pegada al espinazo.
Mujer – ¡Y ustedes también, qué caray! ¡Si nos vamos ahora, nos desmayamos por el camino!
Jesús – Oye, Felipe, ¿no hay ningún sitio por aquí para comprar algo?
Felipe – Un poco de pan se podría comprar en Dalmanuta, pero yo creo que para tanta gente harían falta doscientos denarios.
Jesús – Lo que son las cosas, amigos. Ustedes tienen hambre. Nosotros también. Nosotros trajimos algunas aceitunas, pero no hemos querido sacarlas porque no alcanzan para todos. A lo mejor algunos de ustedes también trajeron su pan bajo la túnica, pero tampoco se atreven a morderlo para que el de al lado no les pida un trozo.
Juan – Así mismo es, Jesús, y sin ir más lejos, aquí hay un niño que trajo alguna comida.
Jesús – ¿Qué tienes tú, muchacho?
Niño – Cinco panes de cebada y dos pescados.
Jesús – Oigan, vecinos, ¿y por qué no hacemos lo que dijo Melania hace un momento? ¿Por qué no nos sentimos como una gran familia y compartimos entre todos lo que tenemos? A lo mejor alcanza…
Hombre – ¡Sí, eso, hagamos eso! ¡Eh, tú, muchacho, trae acá esos cinco panes que tienes! ¡Yo tengo aquí dos o tres más!
Jesús – Tú, Pedro, saca las aceitunas y ponlas en el medio, para todos. ¿Alguno tiene algo más?
Hombre – ¡Por acá hay unos cuantos dorados! Con los dos del muchacho y otros más que aparezcan…
Melania – Aquí está mi cesto de higos, paisanos. El que tenga hambre, que vaya comiendo sin pagar.

Todo fue muy sencillo. Los que llevaban un pan lo pusieron para todos. Los que tenían queso o dátiles, lo repartieron entre todos. Las mujeres improvisaron algunas hogueras y asaron los pescados. Y así, a la orilla del lago de Tiberíades, todos pudimos comer aquella noche.

Mujer – Oigan, si alguno quiere más pan o más pescado… Aquí hay todavía. ¿Quieres tú, Pedro?
Pedro – ¿Yo? No, yo estoy más atiborrado que un hipopótamo. ¡He comido muchísimo!
Mujer – ¡Tú, muchacho, recoge los trozos de pan que hayan sobrado! ¡Siempre se aprovechan!
Juan – ¡Ahora sí, compañeros, a la barca! ¡Hay que volver a casa!
Hombre – Esperen, esperen, no se vayan todavía. No acabamos de discutir lo de las mujeres de los presos y… sí, claro, ya entiendo. Lo que hay que hacer es…
Melania – Lo que hay que hacer es compartir.
Jesús – Sí. Compartir hoy y mañana también. Y así, el pan alcanzará para todos.

Los trece nos montamos en la barca de Gaspar y comenzamos rema que rema en medio de la noche rumbo a Cafarnaum. Yo iba pensando mientras cruzábamos el lago que un milagro, un gran milagro había ocurrido aquella tarde ante nuestros ojos.

Mateo 14,13-21; y 15,32-39; Marcos 6,30-44 y 8,1-10; Lucas 9,10-17; Juan 6,1-14.

 Notas

* El pan era el alimento básico en tiempos de Jesús. Los ricos lo comían de trigo, los pobres de cebada. Las mujeres hacían el pan en las casas en pequeños hornos. Por escritos de la época, podemos saber con mucha aproximación el precio del pan en aquel tiempo. Lo que una persona comía diariamente equivalía a 1/12 de un denario, es decir, a 1/12 del jornal, pues lo más frecuente era que al día, en la mayoría de los oficios, se ganara un denario. El pan se comía en forma de tortas planas, poco gruesas, como las que aún hoy se usan en los países orientales. Para su comida diaria, un adulto empleaba al menos tres de esas tortas.

* A unos tres kilómetros de Cafarnaum, muy cerca del lago de Tiberíades, está Tabgha, donde la tradición fijó desde muy antiguo el lugar en que Jesús comió panes y peces con una multitud de sus paisanos. Tabgha es la contracción en árabe del nombre griego “Heptapegon”, que quiere decir “Siete Fuentes”. La iglesia que hoy se visita en Tabgha está edificada sobre la que ya existía allí hace mil 400 años. Los mosaicos que hay en el suelo de esta iglesia, llamada “iglesia de la multiplicación”, son los del antiguo templo y tienen un gran valor artístico y arqueológico. En uno de esos mosaicos se representa un cesto con cinco panes y dos peces a sus lados. Desde muy antiguo, panes y peces han sido un símbolo eucarístico, por referencia a este texto del evangelio en lo que se realiza lo esencial de lo que celebramos en la eucaristía, una comunidad que comparte su fe, su esperanza y su pan.