71- LO QUE DIOS HA UNIDO

Santiago, celoso, pelea con Ester, su esposa. Jesús se pone de parte de ella y pronuncia una de sus frases más feministas.

Santiago – ¡Dime que no, anda, atrévete a negarlo ahora!
Ester – Pero, ¿de dónde sacas ese cuento, Santiago? ¿Quién te llena la cabeza de chismes?
Santiago – ¿Chismes, verdad? ¡Me lo dijo mi compadre Zabulón! Y Zabulón no miente.
Ester – ¿Y se puede saber qué te dijo tu compadre Zabulón?
Santiago – Estuviste en el mercado, ¿verdad?
Ester – Sí, claro, como todos los días.
Santiago – Fuiste a comprar fruta, ¿verdad?
Ester – Sí, fui a comprar fruta. ¿Es algo malo comprar fruta?
Santiago – Comprar fruta no. ¡Pero guiñarle el ojo al frutero, sí!
Ester – ¡Lo que nos faltaba! ¡Otra vez los celos! Pero, ¡qué marido me diste, Dios santo!
Santiago – Tú estabas coqueteando con Rupio, el frutero. Confiésalo.
Ester – Rupio, el frutero, tiene más de sesenta años y no le queda un diente en la boca.
Santiago – ¡Para eso no hacen falta los dientes!
Ester – ¿Ah, sí, verdad? ¿Con que tú crees que ese viejo y yo…?
Santiago – Yo no creo nada. Yo estoy seguro. Me lo dijo mi compadre Zabulón. Pero, óyelo bien, ¡no vuelves a poner un pie en ese mercado!
Ester – ¿Anjá? Pues mejor para mí. Desde hoy tú irás a hacer las compras.
Santiago – ¡No vuelves a salir de casa!
Ester – ¡Búscate un perro para estar más seguro!
Santiago – No estoy dispuesto a ser el hazmerreír de Cafarnaum, ¿me entiendes? ¡Eso no lo aguanta el hijo del Zebedeo!
Ester – Claro, pero la hija de mi mamá tiene que aguantar que su marido entre y salga cuando le da la gana…
Santiago – ¡Yo soy el hombre, caramba!
Ester – ¿Y yo no cuento, entonces?
Santiago – ¡Tú te callas, desvergonzada! ¡Y no me levantes la voz!
Ester – ¡La levanto si se me antoja!
Santiago – No me faltes, Ester… ¡no me faltes porque te sobro! ¡Se acabó, ¿lo oyes?, se acabó! ¡Recoge tus trapos y lárgate a casa de tu madre! ¡No te necesito para nada, ¿lo oyes? ¡Para nada!
Ester – ¡Ya despertaste a la niña con tus gritos! ¡Ve a darle tú de mamar, anda, a ver qué tal lo haces!

Mi hermano Santiago estaba casado con Ester, una muchacha de Betsaida, desde hacía cinco años. Durante ese tiempo, habían tenido tres niñas. Habían tenido también muchos pleitos.

Salomé – Pero, Santiago, hijo, ¿cómo vas a hacer eso? Ester es una buena muchacha.
Santiago – Ester es una buena zorra, eso es lo que es.
Salomé – No hables así de la madre de tus hijas. Ester es tu esposa.
Santiago – Ya esa cuerda se rompió. Ya no tengo mujer. Le dije que recogiera sus cosas y se largara.
Zebedeo – Espérate, espérate, Santiago, vamos por partes. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Te engañó con otro?
Santiago – ¡Si me engaña con otro, le doy una tunda de palos que llega el juicio final y todavía tiene los morados!
Zebedeo – ¿Qué te ha hecho entonces?
Santiago – Que tiene los cascos ligeros, eso. Que le guiña el ojo a todo hombre que ve.
Salomé – Pues no serán muchos los que vea, porque tú la tienes encerrada en esa casa como si fuera una leprosa. ¡Pobre infeliz! Ni aquí la traes.
Santiago – Pobre infeliz… Mira, mamá, no la defiendas.
Zebedeo – Pero, en fin de cuentas, ¿qué fue lo que pasó?
Santiago – Mi compadre Zabulón la vio sonriéndole a Rupio, el frutero. Eso.
Salomé – Pero, Santiago, por las canas de mi abuela, ¿y qué quieres tú que haga la pobre? ¿Que le escupa en la cara?
Santiago – No seas ingenua, mamá. Todas comienzan con la «sonrisita». Das la vuelta y ¡zas!, saltó la liebre.
Jesús – ¿Qué liebre saltó por aquí, eh? ¿Cómo estamos, Zebedeo?
Zebedeo – ¡Estamos vivos, Jesús, que en este país no es poca cosa!
Jesús – ¡Y dígalo! ¿Qué hay, Salomé? Pelirrojo, te veo con cara de vinagre.
Santiago – Y con razón, Jesús.
Jesús – ¿Anjá? ¿Y qué ha pasado?
Santiago – Que me divorcio de mi mujer. Calabaza, calabaza, cada uno para su casa, como dice el canto.
Jesús – Pero… ¿y por qué?
Salomé – Nada, Jesús, que a este hijo mío le han metido el chisme en la cabeza de que su mujer le guiñó un ojo a un frutero.
Santiago – No es chisme, mamá. ¡Me lo dijo mi compadre Zabulón!
Zebedeo – Y en todo Cafarnaum no hay un chismoso mayor que él.
Santiago – No es sólo eso. Zabulón la ha visto también en la plaza, y en la calle de los curtidores, y la vio el otro día en el embarcadero…
Jesús – Oye, ¿y no será que el tal Zabulón es el que anda atrás de tu mujer? Como la sigue a donde quiera que va…
Santiago – No me fastidies, moreno.
Jesús – Así que por un guiño de ojo, cinco años de matrimonio al traste.
Santiago – Sí, al traste. Mejor solo que mal acompañado. Esta cuerda se rompió.
Ester – ¡Claro que se rompió!
Santiago – ¡Llegó la que faltaba!
Salomé – Ester, hija, Santiago nos contó lo de…
Ester – Sí, sí, lo del compadre Zabulón. ¡Vete a dormir con él esta noche, ya que lo quieres tanto!
Santiago – Mira, mujer del demonio, no empieces otra vez. ¡Ya te dije que recogieras tus trapos y te fueras!
Ester – A eso vine… a decirles adiós.
Zebedeo – Ester, muchacha, tranquilízate. Ven, siéntate aquí. Vamos a conversar un poco.
Ester – ¿Conversar? ¿Conversar de qué? Este hijo suyo sólo sabe gritar y dar órdenes como si fuera un capitán. No, no, yo no aguanto más a este energúmeno. Ya me cansé. Me voy.
Santiago – ¿Cómo has dicho? ¿Que te cansaste? ¿Te cansaste de qué, si tú naciste cansada? Yo partiéndome el lomo en la barca y tú sentada en casa, de lo más tranquila? ¡Y ya te cansaste!
Ester – ¿Ah, sí, verdad? ¿Sentada, verdad? Y cuidar las tres niñas, ¿no es trabajo, verdad? Y la cocina, y ve y compra tomates y lavar la ropa y corre que Mila se cayó y barrer la casa y una no acaba nunca… Y eso no es trabajo, ¿verdad?
Santiago – ¡Sí, sí, y andar chismorreando con todo el que pasa frente a la puerta!
Ester – ¡Y después llega el señor a casa y se sienta y cruza los brazos y hay que servirle la comida como a un gran rey, porque él no se molesta ni en traer un plato!
Santiago – ¡Lo que me quedaba por oír! Me paso el día trabajando como un mulo por ti y por mis hijas, ¿y no tengo derecho a un plato de lentejas?
Ester – ¡Sí, a un plato de lentejas y a cuatro jarras de vino, que ahí es donde se te va el dinero, en esa dichosa taberna!
Santiago – ¡Con mi dinero hago lo que quiero, y tú no tienes que meterte en eso!
Ester – Sí, claro, y esta esclava sirviéndote de balde. ¡En cinco años de casados no me has dado ni un céntimo para comprarme un pañuelo!
Santiago – ¡Lo que te voy a dar es un pescozón si sigues faltándome al respeto!
Ester – Lo que pasa es…
Santiago – ¡Lo que pasa es que basta ya! ¡Las mujeres hablan cuando las gallinas mean! Tú la has oído, Jesús. Dime, ¿tengo o no tengo derecho a divorciarme de este basilisco? Responde, no te quedes callado…
Jesús – Bueno, Santiago, yo creo que… que ella es la que tiene derecho a mandarte a ti al basurero.
Santiago – ¿Cómo has dicho?
Jesús – Lo que oíste. Y lo que no entiendo es cómo Ester te ha aguantado tanto tiempo.
Santiago – ¿Anjá? ¿Con que te pones en contra mía? Está bien, no me importa. ¡Al diablo contigo y con todos! Y tú la primera, Ester: ¡vamos, vete de aquí, ve a guiñarle el ojo a ese maldito frutero!
Jesús – Lo que son las cosas… Los hombres les colamos hasta el último mosquito a las mujeres. Pero ellas tienen que tragarnos a nosotros unos camellos así de grandes…
Santiago – ¿Por qué dices eso ahora?
Jesús – ¿Que por qué lo digo? Mira, Santiago, que nos conocemos… Mejor es no hablar, ¿verdad?
Santiago – Bueno, ¿y qué? Para eso soy hombre, ¿no?
Jesús – Sí, claro, claro… Me olvidaba que Dios le dio los mandamientos no a Moisés, sino a su señora.
Santiago – ¡Mira, Jesús, no empieces! Que fue Moisés el que nos dio a nosotros los varones el derecho a abandonar la mujer y divorciarnos. Por algo sería, ¿no?
Jesús – Sí, claro que por algo. Por la brutalidad y la dureza de los varones. Moisés pensó: mejor que el marido la eche de casa; así por lo menos no la molerá a palos… Pero al principio no era de esa manera, ¿me oyes? Porque Dios quiso que el hombre y la mujer vivieran unidos con los mismos derechos y las mismas obligaciones para los dos. Y lo que Dios ha unido, ni tú ni ningún varón puede separarlo así porque sí, cuando les da la gana.
Salomé – Bueno, muchachos, ¿por qué en vez de pelear no conversamos un poco? Hablando se entiende la gente, ¿no es eso? Tú, ¿qué dices, Ester?
Ester – ¡Hablar! Con este hijo suyo no se puede hablar, Salomé. Gritar él y bajar yo la cabeza: así es como él sabe hablar.
Santiago – Bueno, el marido es el que debe tener la última palabra, ¿no? ¿O tampoco?
Ester – Sí, sí, y tú tienes la última, la primera y la del medio también.
Jesús – La primera palabra la dijo Dios cuando sacó a la mujer de la costilla de Adán. No la sacó de la planta del pie ni de otro barro distinto, ¿verdad? La sacó de aquí, de junto al corazón. Porque Dios no quería darle a Adán una esclava, sino una compañera.
Niña – ¡La bendición, güelita!
Niñita – ¡Güelita! ¡Güelita!

En ese momento, entraron en casa las tres hijas de Santiago y Ester. La primera, Mila, de cuatro años, tenía unas trenzas muy largas. Terina, la segunda, llevaba de la mano a Noemí, la más pequeñita, que apenas sabía andar.

Santiago – ¿Para qué trajiste a las niñas, Ester?
Ester – ¿Cómo que para qué? Me las llevo.
Santiago – ¿Que te las qué…?
Ester – Que me las llevo a Betsaida. Son mis hijas, ¿no? Las parí yo.
Santiago – Ah, claro, y yo no hice nada, ¿verdad? Fue un angelito que vino y entró por la ventana… Mírale los pelos que tienen, rojos como los míos. Las niñas se quedan conmigo. Mi madre, Salomé, las cuidará.
Ester – ¡Las niñas son mías y me las llevo yo!
Santiago – Las niñas se quedan aquí, ¿me entiendes? ¡Aquí, aquí y aquí!
Jesús – ¡Ya está bien, Santiago, basta de gritos! Dices que tienen los pelos rojos como los tuyos. No te fijes en los pelos. Mírales los ojos: míralos… Ven, Mila, ven. Mírale los ojos, Santiago. Te miran con miedo. Porque desde que nacieron sólo te han oído gritar y dar puñetazos. Tú mismo lo dijiste antes: mejor solo que mal acompañado. Y es verdad. Y mejor huérfano que con un padre que lo que parece es un centurión del ejército. Vamos, Ester, llévate a tus hijas. Y que Dios te ayude a hacerles de madre y padre al mismo tiempo.
Santiago – Oye, pero, ¿qué estás diciendo tú, Jesús? Eso… eso no puede ser así. Espérate, Ester, espérate…
Ester – ¿Qué te pasa ahora?
Santiago – Yo… bueno, yo…
Ester – Tú, sí, tú, el que se llena la boca protestando contra los abusos de los que gobiernan y del rey Herodes, y eres un tirano peor que ellos con tu familia. ¡Santiago, el hijo del Zebedeo, el que habla de justicia y de compartir las riquezas del mundo entre todos los hombres! ¡Sí, sí, y con tu mujer no eres capaz de compartir ni siquiera el jornal! Esa es la justicia que hablas tú, ¿verdad? La justicia del embudo: el caño grande para ti y el estrecho para los otros…
Jesús – Ester tiene razón, pelirrojo. Estamos diciendo que las cosas tienen que cambiar en nuestro país. Pues vamos a barrer primero la propia casa, ¿no crees?
Santiago – Pero, yo… yo… ¿qué tengo que hacer para…? A la verdad, yo… yo…
Jesús – ¡Olvidarte del yo-yo-yo! ¡Eso es lo que tienes que hacer, Santiago! ¡Olvidarte de ti y pensar un poco en ella, en hacerla feliz!
Santiago – Bueno, Ester… Entonces yo… digo, tú… ¡Uff! Si tú quieres podemos… Caramba, qué difícil le es a uno pedir perdón. O sea que, ya tú me entiendes, que eso es lo que quiero pedirte. Que también el rey David metió la pata y, mira tú, ¡después hasta acabó cantando salmos!
Salomé – ¡Bueno, el resto se lo dicen en casa, que estas tres criaturitas tienen hambre y ya es la hora de la sopa!

A Ester se le fue alegrando la cara y enseguida las niñas salieron corriendo hacia la casa, alborotando como siempre. La verdad es que mi hermano Santiago era un hombre difícil y le costaba bastante dar su brazo a torcer. Pero aquel día lo hizo. Y, poco a poco, él y todos nosotros fuimos comprendiendo que hay que tratar a los demás como a uno le gusta que lo traten.

Mateo 19,1-9; Marcos 10,1-12.

 Notas

* Las leyes y costumbres israelitas con respecto a la mujer eran marcadamente machistas. Hasta los doce años, la niña estaba bajo el poder del padre. A partir de esa edad ya se podía casar el padre determinaba en muchas ocasiones con quién y el matrimonio venía a ser el traspaso de la mujer del poder del padre al del esposo. Ya casada, la mujer tenía derecho a ser sostenida por su marido, pero los derechos del esposo eran muy superiores. La mujer estaba obligada a las labores domésticas y a obedecer al esposo con una sumisión entendida como deber religioso. Era prácticamente su sirvienta. El marido tenía, sobre todo, dos derechos que desbalanceaban totalmente la inexistente equidad conyugal: el derecho a tener tantas amantes como quisiera, si podía mantenerlas, y el derecho al divorcio, que dependía exclusivamente de su voluntad.

* En Israel existían leyes y prácticas de divorcio. Pero, por depender esta decisión de forma unilateral del hombre, se había llegado a una situación muy injusta para la mujer. La Ley de Moisés permitía repudiar a la esposa (Deuteronomio 24, 1). En tiempos de Jesús lo que estaba en cuestión eran las razones para repudiarla, los motivos legales para el divorcio. Y había dos corrientes en la interpretación de esta antigua ley. Para unos, sólo graves causas el adulterio principalmente justificaban que un hombre se divorciara de su mujer. Para otros, bastaban razones nimias: que la mujer hubiera dejado quemar la comida o que pasara demasiado tiempo en la calle hablando con las vecinas. En la práctica, y como la sociedad era tan machista, esta corriente era la que terminó imponiéndose. Para colmo, así como el marido decidía el divorcio, para volverse a casar, la mujer necesitaba de la autorización de su ex-marido. La mujer repudiada quedaba en una grave situación de abandono. Regresaba a la sociedad con pésima fama y escasas oportunidades de sobrevivir sin depender de un hombre.

* La frase de Jesús “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” no enuncia un principio abstracto sobre la indisolubilidad del matrimonio. “El hombre” debe leerse como “el varón”. Jesús hizo una denuncia muy concreta de la arbitrariedad machista: que no separe “el varón” lo que Dios unió. Es decir, que la familia no quede al capricho del varón, que por la intransigencia del marido no quede desamparada la mujer. Frente a la maraña de interpretaciones legales que existían en Israel sobre el divorcio, y que favorecían siempre al esposo, Jesús volvió a los orígenes, y al recordar la historia de la creación, tal como la cuenta el Génesis, resaltó que Dios hizo tanto al hombre como a la mujer a imagen suya y que por esto, varón y hembra son iguales en dignidad, en derechos y oportunidades.