95- SETENTA VECES SIETE

El pleito entre Pedro y Santiago sube de tono. Jesús les cuenta la parábola de aquel siervo sin entrañas que fue perdonado y no perdonó.

Antes de amanecer, cuando los primeros gallos samaritanos rompieron a cantar, nos levantamos y seguimos nuestro viaje al sur, hacia Jerusalén. La mañana era fresca. Por el oriente, las nubes teñidas de rosado anunciaban un día de sol radiante.

Magdalena – ¡Ahuuuummm! ¿Qué pasa, Pedro? ¿Dormiste bien?
Pedro – Ni bien ni mal. No dormí. ¿Y a ti eso qué te importa, magdalena? ¿Quién te manda meterte en mi vida, eh?
Magdalena – ¡Caramba con el tipo éste! Pues una, que es como es y se interesa por la gente.
Pedro – Mira, no disimules. Esos dos, el Santiaguito y el Juanito, te habrán dicho que me preguntaras… para hacer las paces, ¿no?
Magdalena – Pedro, hombre, echa fuera esas malas pulgas.
Pedro – Las echo donde me da la gana, ¿me oyes? Y diles de mi parte a esos malditos hijos del Zebedeo que por algo me llaman “piedra”. Que a mí no me van a ablandar ellos ni con miel ni con aceite.

Durante toda aquella larga mañana de camino, Pedro no dijo una sola palabra más. Lo que había pasado la noche anterior en Jenín con mi madre, Salomé, le había puesto de un genio de mil diablos. Los demás tampoco hablábamos mucho. A mediodía, llegamos a Siquem para comer.

Felipe – Ea, vengan esos dátiles, doña Salomé, que le van a criar gusanos de tanto esconderlos.
Magdalena – Aquí lo que va a criar gusanos es la lengua de Pedro. ¿No se han dado cuenta de lo callado que está el narizón?
Natanael – No hostigues más, María, muchacha, que aquí va a correr la sangre…
Magdalena – Bah, esa sangre no llega al río. ¡Si conoceré yo estas pendencias!
Santiago – Pues, oigan, estaba sabroso el pescado, ¿verdad? Lo salaste bien, mamá. ¿Quieres un poco más, Pedro?… Pedro…
Pedro – ¡Trágatelo tú, Santiago! ¡Y permita el demonio que se te atraviese una espina en el gaznate!
Santiago – Pero, Pedro, ¿es que hay que abrirte la cabeza para que entiendas?
Pedro – ¿Y qué es lo que tengo que entender, pelirrojo del infierno, a ver? ¿Qué es lo que tengo que entender?
Santiago – Pero, Pedro, si ya te expliqué…
Magdalena – No volvamos a empezar, que lo de anoche ya pasó. No vamos a estar todo el viaje dándole vueltas a la misma rueda.
Simón – Cierra el pico, magdalena, que si tú no fueras como eres, este asunto no se habría enmarañado tanto.
Magdalena – ¿Ah, sí, verdad? ¿Con que voy a ser yo la culpable de las trifulcas de ustedes? ¡Eso sí que no, paisano, a mí que me registren!
Andrés – Pero, Simón, ¿es que tú también le vas a hacer caso a los chismes de doña Salomé? ¿No la conoces todavía? ¡A palabras necias, orejas sordas!
Juan – ¡Espérate, Andrés, que a mi madre no la llamas tú necia, ¿me oyes?, ni tú ni nadie, ¿me oyes bien?
Mateo – Míralo qué valiente ahora… Y después corres como un conejo, Juan. ¡Y ya sabes por qué lo digo! ¡Ja!
Juan – ¡No me hagas hablar, Mateo, si no quieres oír lo que no te conviene, chupatintas de Herodes!
Tomás – ¡Compa-pa-pañeros, no se ti-ti-tiren pi-piedras que aquí todos te-te-tenemos el te-te-tejado de vidrio!
Simón – ¡Trágate la media lengua que te queda, Tomás, y no te metas en esto!
Judas – El que me voy a meter soy yo, maldita sea, ¡que ya me tienen harto con tantas envidias y tantos chismes!
Juan – ¿Anjá? ¿Así que yo soy un chismoso, Judas?
Judas – ¡Sí, Juan, sí, eso es lo que eres! Y cuando el viaje al norte fue lo mismo. Que si Natanael era un cobarde, que si Felipe era más terco que un camello…
Felipe – ¿Tú dijiste eso de mí, Juan? ¿Y tú no tienes joroba, eh? ¡Repítelo, anda, repítelo delante de mí!
Natanael – Cállate, Felipe, y deja que Judas suelte todo. Vamos, Judas, desembucha. Esto no se va a quedar así. ¡Las cosas claras!
Santiago – Mira, Natanael, no seas estúpido. Aquí lo único claro es que Judas acusa a mi hermano para congraciarse con Pedro. ¿No te das cuenta de la maniobra?
Judas – Pero, ¿qué dices tú ahora, zoquete? ¿Para qué necesito yo congraciarme con Pedro? ¿O qué te crees, que todos son como tú, que le pasan la mano a los que están arriba?
Santiago – ¡Si yo le paso la mano, tú le pasas la lengua, condenado iscariote!
Jesús – ¡Caramba con ustedes, no se puede comer ni un puñado de dátiles en paz! Aquí no hacen falta los soldados de Herodes ni los de Roma. Nos estamos matando entre nosotros mismos.
Santiago – ¡Cállate tú también, Jesús, y no defiendas a Judas!
Pedro – ¡Cállate tú, Santiago, y no te defiendas a ti mismo, que aquí el único que tiene la culpa de todo eres tú, fanfarrón, bocagrande!
Santiago – ¡La culpa la tienes tú, Pedro, sólo tú, nadie más que tú!
Pedro – ¡Ahora sí que la voy a tener, pelirrojo, porque te pienso estrangular!

Pedro, saltando por encima de Mateo y de Tomás, se abalanzó sobre mi hermano Santiago y se le tiró al cuello. Toda la rabia que había guardado en silencio desde la noche anterior, le subió a las manos. Santiago lo recibió a patadas.

Magdalena – ¡Que se matan, que se matan!
Juan – ¡Por Dios, sepárenlos!

Unos tiramos de Pedro y otros de Santiago, pero como los ánimos estaban ya demasiado calientes, muy pronto todos nos vimos envueltos en la pelea y quien más, quien menos, pescó alguna bofetada en aquel río revuelto. La tormenta duró un buen rato pero, al fin, fuimos entrando en razones. No era la primera vez que peleábamos y, porque nos conocíamos bien, sabíamos que tampoco sería la última. Por fin, continuamos el viaje y a la altura de Silo ya todo estaba olvidado y volvimos a reírnos y a gastar bromas. Sólo Pedro seguía refunfuñando. Sin levantar los ojos del suelo, conversaba con Jesús, apartado de los demás.

Pedro – No, no, y no. Yo no le vuelvo a mirar la cara a Santiago. Ese tipo murió. Por mí, que lo entierren.
Jesús – Pero, Pedro, por favor, es lo que te digo: que si entre nosotros nos mordemos y nos dividimos, ¿qué vamos a esperar de los que están arriba?
Pedro – Es que no es la primera vez, Jesús. ¿No te acuerdas hace un mes en el embarcadero? Siempre el mismo cuento. ¡Pelirrojo, sietemesino! ¡Ya me tiene hasta la coronilla!
Jesús – Eso ya pasó, Pedro.
Pedro – Pasó, pasó y seguirá pasando. ¿Hasta cuándo voy a aguantarlo, eh? Una vez, bueno. Pero otra vez y otra más y…
Jesús – Y otra más y otra y siete veces y hasta setenta veces siete. Siempre.
Pedro – ¿Ah, sí? ¿Qué gracioso, no? ¿Y se puede saber por qué motivo tengo yo que soportarle las majaderías a ese bandido?
Jesús – Porque un granito de arena no es nada junto a una montaña. Escucha esta historia, Pedro. El reino en que reinaba el rey Saday era extenso como el Mar Grande. Cien jornadas eran necesarias para recorrerlo de un confín al otro. Para administrarlo, el rey había repartido por todas las provincias funcionarios que se encargaban de distribuir los dineros del reino. Pero algunos funcionarios, como Nereo, eran unos buenos bandidos.

Nereo – Bizco, bizco… aquí tienes.
Bizco – Pero, Nereo, es mucha plata. ¿Si nos descubren?
Nereo – ¡Corre, sácalo pronto del país! ¡Que no te vea nadie! ¡Volveré mañana!

Jesús – Nereo volvió al día siguiente y al otro y al otro. Siempre salía de su oficina con un abultado saco de monedas bajo la túnica y se las entregaba a su compinche, el bizco.

Nereo – ¡Se acabaron las sopas de cebolla y los harapos! ¡Pronto serás millonario, Nereo, tendrás más dinero que el rey!
Soldado – ¡Date preso, Nereo!
Nereo – ¿Qué… qué pasa?
Soldado – ¡Ladrón, contrabandista, maldito! ¡De un puntapié te pondré delante del rey y, cuando sepa lo que le has robado, te cortará la cabeza, granuja! ¡Vamos, andando!

Jesús – Y llevaron a Nereo ante el rey…

Rey – ¡Cien millones de denarios! ¿Te das cuenta, Nereo? ¡Es una deuda más grande que el monte Ararat! Ni en toda tu vida, trabajando día y noche, podrás pagarme. ¡Llamen al verdugo y que le corten el pescuezo a este sinvergüenza!
Nereo – ¡No, no! ¡Ten compasión de mí, rey Saday! ¡Ten compasión y perdóname! ¡Perdón, perdón!
Rey – Está bien. No morirás. Pero mañana a primera hora serás vendido como esclavo. Y tu mujer también y tus hijos. ¡Es lo menos que te mereces por ladrón!
Nereo – ¡No, no! ¡Ten piedad de mí, rey Saday! Yo no sabía lo que hacía.
Rey – ¿Que no sabías lo que hacías?
Nereo – Bueno, sí lo sabía, pero… ¡perdóname de todas maneras!

Jesús – Y como el rey Saday era bueno y su corazón era más grande que el inmenso reino que gobernaba y aún más grande que la deuda de su funcionario, lo perdonó.

Rey – Está bien, Nereo. Te perdono. Vuelve a tu puesto. La cuenta está borrada. Ya no volveré a acordarme de ella.

Jesús – Nereo salió de la presencia del rey y se encontró con su amigo…

Bizco – ¡Vaya suerte que tuviste, Nereo! ¡Tú naciste de pie, condenado!
Nereo – Sí, bizco, de pie, pero sin dinero. Ahora no tengo ni un céntimo para comprar un dátil.
Bizco – Hombre, date por contento. Podías haber perdido el pescuezo. El dinero es lo de menos.
Nereo – ¿Ah, sí? ¿Con que lo de menos, verdad? Pues mira, bizco, págame entonces lo que me debes, que si mal no recuerdo yo te presté cien denarios.
Bizco – ¡Bah, eso fue hace mucho tiempo! ¡Antes de que se me torcieran los ojos!
Nereo – ¡Pues se te van a torcer más si no me pagas lo que me debes!
Bizco – Está bien, Nereo. Ya te pagaré cuando cobre el sueldo.
Nereo – Nada de eso. ¡Ahora mismo quiero ese dinero, me oyes! ¡Ahora mismo!
Bizco – Pero, espérate, hombre, que ahora mismo no… ¡Ahhggg!

Jesús – Nereo se abalanzó sobre su compañero y lo agarró por el cuello y lo apretaba con fuerza…

Bizco – No tengo el dinero… Espérate, por favor, espérate…
Nereo – ¡No espero nada, caramba! ¡O me pagas ahora mismo o vas a la cárcel!
Bizco – ¡Ten compasión de mí, ten compasión!

Jesús – Pero Nereo no tuvo compasión de aquel otro y lo mandó a meter preso.

Soldado – Así como lo oye, mi rey. Primero arrastró al bizco por la ciudad y luego lo encerró en la cárcel.
Rey – ¡Busquen a ese Nereo y tráiganmelo otra vez aquí! ¡Ahora va a saber él quién soy yo! ¡Me debía cien millones y se los perdoné! ¿Y él no podía haber perdonado al que apenas le debía cien denarios?

Pedro – ¿Y cómo acabó la cosa, Jesús?
Jesús – Nada, que el rey se puso furioso y metió en la cárcel a Nereo.
Pedro – Bien hecho. ¡Si hubiera sido yo, agarro a ese hombre ingrato y lo descuartizo!
Jesús – ¿Cómo? Si ese hombre eres tú, Pedro. Tú has hecho lo mismo que Nereo.
Pedro – ¿Yo? Ah, claro, ya sé por dónde vienes.
Jesús – Por donde vino el rey Saday. Tú y Santiago y todos tenemos con Dios una montaña de deudas. Y no perdonamos los granitos de arena que nos deben los demás.

Pedro resopló y apretó el paso. Todavía siguió un rato enfurruñado. Pero luego, antes de que se acostara el sol, se acercó a mi hermano Santiago, se puso a hablar con él y acabaron haciendo las paces. La verdad es que con Jesús aprendimos a pasar por alto las ofensas de los demás para que Dios se olvidara también de las nuestras.

Mateo 18,21-35

 Notas

* El número siete era un número especialmente significativo en Israel. El origen de su importancia estaba en la observación de las cuatro fases de la luna, que duran cada una de ellas siete días. De ahí pasaron los israelitas a asociar el número siete con un período completo, acabado. El siete significaba para Israel la totalidad querida por Dios. El orden del tiempo estaba basado en el siete: el sábado, día sagrado, llegaba cada siete días. El candelabro del Templo tenía siete brazos. El verbo hebreo «jurar» significa literalmente “sietearse”: poner por testigos a los siete poderes del cielo y de la tierra. Perdonar “siete” veces indica perdonar completamente. Como un “borrón y cuenta nueva”. Para reforzar aún más esta idea, Jesús le dijo a Pedro que perdonara “setenta veces siete”. Setenta es una combinación del 7 y del 10. Si el siete era plenitud y totalidad, el diez el origen estaba en los diez dedos de la mano, tenía también el carácter de número pleno, aunque en un sentido menor. “Setenta veces siete” quiere decir siempre, sin excepción, a pesar de todo.

* La parábola de Jesús sobre el rey Saday, conocida como la del “siervo sin entrañas” es típicamente oriental por la exageración usada en las cifras de las deudas. Diez mil talentos equivale a cien millones de denarios, el salario de cien millones de jornadas de trabajo, una irreal y gigantesca suma que no puede ni imaginarse. Esta cantidad contrastaba aún más con la pequeña deuda de cien denarios. En esta parábola, Jesús no habló de un caso sucedido en Palestina. Se refería a un rey extranjero, al estilo de los grandes soberanos de Oriente. Esto se nota en la orden que da el rey de vender a los hijos y a la mujer del deudor, costumbre que no era israelita, o en el hecho de mandar a apresar al deudor como pago por sus deudas, ley que no existía en el derecho judío.

* En tiempos de Jesús, los escritos de los rabinos que hablaban sobre el juicio final, se referían siempre a las dos medidas que Dios usa para gobernar el mundo: una, la medida de la misericordia y otra, la de la justicia. Al final decían los rabinos “la misericordia desaparece, la compasión queda lejana y la benevolencia se esfuma”. Sólo quedará la pura justicia. Jesús transformó totalmente esta idea religiosa de su tiempo. Enseñó que habrá misericordia a la hora final, añadiendo un dato significativo: el perdón de Dios alcanzará sólo a quienes hayan perdonado.